Evangelio con
substancia
Hay relatos evangélicos que
casi se toman como anécdotas en la vida de Jesús, y que es fácil pasárselos de
lado. El de hoy (Lc 9, 51-56) es uno de ellos. Jesús ha decidido ir a Judea (en
concreto a Jerusalén). Como está en Galilea, necesita pasar por Samaria, la
cismática. Lo normal es que ese paso lo ha hecho varias veces sin mayores problemas.
Pero esta vez da con un pueblo más fanático de sus convicciones y surge la
dificultad.
Jesús ha enviado por delante e Juan y Santiago para que
preparen alojamiento y se encuentran con la contrariedad de que no les quieren
dejar pasar. Y los dos “hijos del trueno” (con razón así les llamaba Jesús), se
exaltan ante tal situación y se van a Jesús para preguntarle si piden fuego del cielo que acabe con ellos.
Era una reminiscencia de un hecho del Antiguo Testamento y, a su vez, una
puesta en práctica del “ojo por ojo”
(al modo extremoso judío).
Yo quiero meterme en el sentimiento que le produjo a Jesús
aquella actitud de sus dos apóstoles, tan desproporcionada. Dice el evangelio
que “les regañó”. Pero a mí me
gustaría entrar más adentro en los sentimientos que se levantaron en Jesús.
Porque era evidente que Juan y Santiago se habían pasado. Se habían dejado
llegar del orgullo. Habían procedido como un fariseo fanático cualquiera. Allí
no había nada del “negarse a sí mismo”,
ni del “qué vale el mundo entero si se
arruina la vida”. Realmente Jesús podía recriminarles que “no
sabéis de qué espíritu sois”. Desde luego que no del espíritu de Jesús,
del estilo de Jesús. Y Jesús les corrige con algo fundamental: Porque el Hijo del hombre no ha venido a perder a los hombres sino a salvarlos.
Queda muy hermoso meditarlo. Queda muy humano ver la
desilusión de Jesús ante esta salida tan estentórea de sus dos discípulos. Y
hasta queda esa otra visión del Maestro que ve tan exaltados a dos hombres ante
una cosa tan pequeña que –casi en el fondo- acaba sintiendo una tentación de
sonrisa. Y aquella expresión: No sabéis
de qué espíritu sois, ya no está en el regaño sino en la ironía limpia de
un padre que corrige bondadosamente a sus hijos.
Pero a mí no se me acaba el tema ahí. Porque estoy pensando
en las tensiones en las que estamos viviendo y las que estamos provocando. En
la tentación exaltada y orgullosa de quienes –a la primera de cambio- quieren
pedir fuego del Cielo. Pienso en aquellos que el orgullo y el amor propio les
hace actuar en caliente pretendiendo que caiga fuego del cielo contra otros,
sin mirarse a sí mismos que son los que que tendrían necesidad de ese fuego que
purifique sus propias escorias. Pienso en las personas con apariencias
espirituales que –sin embargo- “no saben
de qué espíritu son”, porque actúan por los impulsos de su propia soberbia
y no ven más allá.
Porque el Espíritu de Cristo no ha venido a perder a nadie sino a salvarlo. Porque el Espíritu
de Cristo pide negarse a sí mismo para
poder seguir a Cristo. Porque el Espíritu de Cristo empieza por eliminar el
“ojo por ojo” y abrirse a un corazón tal que se viva unánimes y concordes (como nos decía Pablo el domingo): un mismo
sentir, un mismo corazón, una sola alma.
El paso negado a Jesús no sólo ocurrió entonces en Samaria.
Puede ser que se le impidan más pasos “por nuestro territorio”…, porque “no
sabemos de qué espíritu somos”.
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