EL PRÓXIMO DÍA 19
TERCER VIERNES DE MES,
se inaugura el curso de
LA ESCUELA DE ORACIÓN
en Málaga.
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El triunfo de la CRUZ
En
la pedagogía de la Iglesia, las grandes celebraciones suelen duplicarse. El
VIERNES SANTO, con su carga dolorosa en plena Semana Santa –y aunque siempre
ofrece una luz victoriosa- tiene en la fiesta de hoy –LA EXALTACIÓN DE LA SANTA
CRUZ- la celebración festiva del gran misterio de la Redención. La Cruz de
Jesucristo, patíbulo de tortura y fracaso humano, en realidad es el SIGNO DEL
TRIUNFO de Jesucristo y por tanto de los seguidores de Jesús.
La
liturgia nos ofrece el texto del libro de los Números (21, 4-9) en el que una
zona del desierto por el que camina el Pueblo de Dios hacia su Tierra
Prometida, está plagado de serpientes venenosas. El pueblo, angustiado por las
desgracias que origina esa plaga, acude a Moisés para que ruegue por ellos a Dios.
Y Dios le manda a Moisés hacer de bronce una serpiente y ponerla en un mástil
alto, para que los israelitas mordidos de serpiente puedan verla, mirarla, y
así curar de las mortíferas mordeduras.
La
serpiente fue siempre un símbolo del pecado, de la maldad, de la amenaza contra
el ser humano, por lo mismo que serpea y disimula, se esconde y se lanza. El
mal y el supremo mal (que es el pecado) no entra nunca de frente. Es necesario
que otra fuerza venida desde fuera salga en su ayuda. Y Dios simboliza esa
ayuda en una serpiente de bronce, elevada, la que –con solo mirarla- sea antídoto contra
el veneno del mal.
Jesús
le explicará a Nicodemo (Jn 3, 13-17) que ese signo antiguo era ya el presagio
de la plena solución al pecado, al mal, a la fuerza diabólica. Porque el
Hijo del hombre, PUESTO EN ALTO, dará vida eterna.
Nicodemo
era un rabino culto. Dominaba las Escrituras. Y Jesús le habla en términos que podía
entender para dar el salto desde el signo a la realidad. Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, para que
todo el que cree en Él tenga vida eterna. Porque Dios entregó a su Hijo único, para que no perezca ninguno de
los que creen en Él, Porque no mandó
Dios a su Hijo al mundo para condenar al mundo sino para el mundo se salve por Él.
Jesús estaba poniendo ante el rabino toda la teología de la REDENCIÓN.
San
Pablo nos la dará masticada en diversos pasos. Cristo era Dios: de condición
divina. Pero no hizo uso de esa condición, sino que se despojó de su rango,
tomando la condición humana. Por eso –por su doble realidad divina y humana- podía
asumir la redención del género humano. Y lo hace abajándose, vaciándose, despojándose hasta tomar la forma y
realidad de hombre, de esclavo, pasando como uno de tantos. [Si nos paráramos en
cada palabra, tendríamos para caer de rosillas en oración]. Pero no se quedó
ahí. Siguió bajando hasta la obediencia más terrible y humillante: la de la muerte…, y muerte de Cruz.
Ahí
estaría todo el color del Viernes Santo, todo el fracaso humano de una muerte
en plenitud de edad y como esclavo ajusticiado por las pasiones humanas.
Pero
San Pablo concluye ese espelúznate relato con una exaltación sublime: Por eso Dios
le concedió el Nombre sobre todo nombre, de modo que al nombre de Jesús se
doble toda rodilla en el Cielo y en la tierra y en el abismo, y TODA LENGUA
PROCLAME: JESUCRISTO ES SEÑOR, para gloria de Dios Padre.
Esto
celebramos hoy: el TRIUNFO CLAMOROSO de Jesucristo, el Crucificado exaltado, el
que murió y TRIUNFÓ de la muerte. El que con
su muerte dio vida al mundo. El que cedió de sí para que los demás
tuviéramos vida.
Esto es la EUCARISTÍA: el hecho mismo
de aquella muerte del Calvario, transformada en vida y en triunfo…, en
pedagogía viva de que el sacrificio no es un fracaso sino el germen de nueva
vida. Que “ceder de sí” a favor de otros no es perder sino ganar. Que nuestro
sacrificio, nuestro dolor, nuestros parciales fracasos…, obtienen siempre un “mástil
liberador” cuando sabemos MIRAR A LO ALTO… Que el mismo veneno del pecado tiene
antídoto cuando participamos con nuestra penitencia de los efectos liberadores
de la Cruz. Que los sacramentos –con el de la Penitencia como gran regalo del
amor de Dios- nos pone a disposición todo el efecto sanador de la Sangre
redentora de Jesucristo, que se volcará sobre nosotros en la Eucaristía, centro
de toda la vida cristiana.
Que
a la Misa no se acude ni por obligación, ni por precepto, ni a “oírla” y “cumplir”.
Que a la MISA vamos de fiesta para recibir los efectos sanadores del Redención,
proclamar el Nombre supremo de Jesucristo, y así dar la mayor gloria –la mayor respuesta de amor- a Dios nuestro Padre.
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