Un día muy
lleno
Hoy
tenemos dos lecturas de gran calado. La 1Co 15, 1-15 es el documento primero
escrito de todo el Nuevo Testamento. Pablo se adelanta a los evangelios y nos
deja la perla preciosa de la primera tradición cristiana. Por eso no se mete a
ampliar datos con detalles sino a dejar constancia de eso que Él ha recibido, y
que a si vez era lo que estaba en ese pensamiento de los primeros cristianos: que el Señor Jesús murió por nuestros
pecados, según consta en las Escrituras santas; que fue sepultado y que resucitó
al tercer día, como lo anuncian las mismas Escrituras; que se apareció a Cefas,
y más tarde se apareció a los doce, a más de 500 hermanos (de los que muchos
viven todavía) y luego a Santiago, a todos los apóstoles y finalmente a mí.
Es evidente que la aparición a Pablo es en otro momento más tarde y después que
Jesús ya había ascendido al Cielo. Pero fue tan viva, tan real, que Pablo puede
incluirla entre el resto de las apariciones, a sabiendas de que él ha recibido
esa aparición como un abortivo, porque él no merecía ni estar en la Iglesia de
Dios: soy el menor de los apóstoles; no
digno de llamarme apóstol, porque he perseguido a la Iglesia de Dios. Pero por
la gracia de Dios soy lo que soy, y su gracia no se ha frustrado en mí. Antes
bien, he trabajado más que todos ellos, no yo, sino la gracia de Dios conmigo.
[He dejado virgen el párrafo, sin meterme en explicaciones. Es tan sublime y
tan fuerte que dejo a cada uno de los lectores la posibilidad de desentrañar y
saborear cada frase de esas].
El
evangelio –[Lc 7, 36-50]- puede ser un hondo comentario a esa descripción de
Pablo, aunque estemos en otros tiempos y otro contexto. Los lugares de
invitación en banquetes de aquellas gentes, tenían que estar en espacio
abiertos y posibles de irrumpir desde el exterior con toda facilidad. Porque
tanto en este caso como en otros, a los comensales se les puede venir encima un
advenedizo y tomar parte de la escena con la mayor naturalidad.
Simón
era un fariseo. Debía ser hombre “normal” cuando invita a Jesús a comer en su
mesa. Jesús es totalmente normal y sin prejuicios y lo mismo un día come entre
publicanos, que hoy acepta la invitación del fariseo. Llega y se pone a la mesa
en el diván correspondiente, en que se recostaban sobre el lado izquierdo, los
pies hacia afuera, y el brazo derecho expedido para manejarse. No hubo
protocolos. Eso lo veremos después.
Y
cuando está a la mesa, entra una mujer de mala fama, una pecadora así
reconocida como tal, entra en el banquete y se va derecha a Jesús, con su
frasco de perfume en la mano, y su llanto patente. Así se sitúa a los pies de
Jesús y ya se vuelca en sus pies, llorando sobre ellos, y secándolos con sus
largos cabellos (los mismos que le habían ayudado ma su “profesión”. Y
derramando el perfume sobre los pies de Jesús.
Simón
debió encenderse de rubor al ver a aquella mujer en su banquete. Y lo que no
pudo menos fue que dirigir su pensamiento y su juicio hacia Jesús, el que era
considerado “profeta”, pero que bien puede dudarlo ahora Simón cuando ve tan
cerca que Jesús se está dejando tocar y agasajar por una mala mujer. ¡Bien
tendría que saber quién era! Pero Simón es un fariseo educado y no interviene
ostentosamente. Piensa y juzga, y está sufriendo aquella situación.
Jesús
le dice entonces, como quien no dice nada: - Simón: tengo algo que decirte. Y
Simón, haciendo de tripas corazón, responde cortésmente: Maestro, di. Y Jesús le ha una pregunta…, le pone delante una
parábola, una “hipótesis”…: Un
prestamista tenía dos deudores; uno de quinientos denarios y otro de cincuenta.
Como no pueden pagarle, les perdona la deuda a los dos. ¿Cuál crees tú que
estará más agradecido? Con delicadeza y prudencia responde Simón: - Supongo que aquel a quien le perdonó más.
-Has respondido bien;
has juzgado rectamente.
Y a continuación
Jesús “aterriza” en la realidad: ¿Ves a
esa mujer? ¡Claro que la veía, y le estaba poniendo malo verla allí! Cuando llegué a tu casa –continúa diciendo
Jesús- no me saludaste con el óculo de
paz que se da a todo huésped. Esta mujer no ha cesado de besarme los pies desde
que entró. No me diste agua para los pies, como se hace con todo el que llega
de camino. Esta mujer no ha cesado de regarme los pies con sus lágrimas. No me
ungiste… Esta mujer ha derramado su perfume sobre mis pies. Por eso te digo: sus muchos pecados están perdonados porque ha amado mucho. Quién no cree tener que ser perdonado, ama
menos.
Tenía
mucha enjundia aquella respuesta. El “juez” estaba siendo juzgado por sus
mismas obras. Todo en un tono muy respetuoso pero muy sincero. Jesús no ha
acusado, pero ha puesto la verdad boca arriba. El juicio debía salir solo.
Y
se completa con aquella palabra definitiva a la mujer, que levanta ampollas en
los comensales: Mujer, tus pecados están perdonados; vete en paz. Tu fe te ha salvado.
Surgió
esa pregunta repetida varias veces en los Evangelios: QUIÉN ES ESTE?. Y la
verdad es que si continuáramos la escena, nos podríamos encontrar con muchas
reacciones: la mujer que se va feliz, gozosa, liberada de su gran peso,
dispuesta a una nueva vida: se ha encontrado con sus salvación.., su salida de
su fango de años. Las gentes, admiradas o escandalizadas por las palabras de
Jesús; el fariseo sentado al borde del diván, perplejo, callado…, sin respuesta…
(la respuesta la había tenido muy clara).
Jesús
que sigue allí con la naturalidad de quien dijo lo que tenía que decir a favor de
aquella mujer, sin actitud agria hacia el fariseo, pero habiendo dejado claro
el tema…
¡Cuánto
queda por contemplar todavía en este “epílogo”!
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