Liturgia
Apoc. 18, 1-2. 21-23; 19, 1-3. 9. Juan ve un
ángel poderoso y luminoso (su luz expresa el resplandor de los seres
celestiales), que grita a pleno pulmón, hablando a los cristianos de Roma
(=Babilonia), anunciando la caída estrepitosa de la gran ciudad, que queda
convertida en desierto y lugar impuro. El mensajero, ángel vigoroso clama con
voz profunda la caída de Roma, y como Jeremías (en su profecía contra
Babilonia), repite en Roma, la Gran Ciudad, el gesto de arrojar una gran piedra
al mar, donde se hundirá para siempre, como aquella piedra –rueda de molino- que
arroja el ángel.
Y ese ángel anuncia entonces que en Roma no se oirán ya ni
arpas, ni flautas, ni murmullo de molino, ni brillará lámpara ni voz de novios.
No habrá signos de vida ni de alegría.
Razón de ese desastre: la corrupción moral que se ha vivido
en la gran Ciudad, sortilegios y hechicerías, y haber vertido sangre de
mártires.
Sigue el júbilo celestial, cantando alabanzas a Dios [Aleluyas],
y el júbilo desbordado por la Gloria de Dios que ha condenado a Roma (la
gran prostituta) que corrompía la tierra y había derramado tanta
sangre de cristianos.
Y el ángel encarga escribir todo eso para que quede
constancia, y proclame dichosos los invitados a las bodas del Cordero.
Lc 21, 20-28 recoge lo horrendo de aquella situación de
Jerusalén, sitiada por ejércitos… Cabe poca explicación y en realidad no queda
sino seguir la descripción que aparece en esta perícopa del evangelio, y
dejarse impactar por el cúmulo de señales que Jesús puso delante de sus
oyentes.
Sabed que está
cerca su destrucción. Y como consecuencia, los que estén en Judea, que huyan a los
montes; los que estén en la ciudad, que se alejen. Los que estén en el campo,
que no entren en la ciudad… Serán
días de venganza, y habrá angustia tremenda y castigo para este pueblo.
Caerán a filo
de espada, los llevarán cautivos a todas las naciones. Jerusalén será pisoteada
por los gentiles… Habrá signos en el sol y la luna y las estrellas, y angustia
en la tierra de las gentes enloquecidas por el estruendo del mar y del oleaje.
[¿Tsunamis?]. Los hombres quedarán sin
aliento por el miedo y la ansiedad ante lo que se les viene encima al mundo,
pues las potencias del cielo temblarán.
De lo que no cabe duda es de la maravilla de descripción de
un cataclismo físico y moral, para que nos podamos hacer idea de lo que es el
momento. Todo ello está aplicado a Jerusalén pero vale perfectamente para
pensar en un final de la historia. Lo cual se apunta en el desemboque de esta
lectura: Entonces verán venir al Hijo del
hombre sobre una nube con gran poder y gloria. Es evidente que esa
aparición gloriosa no tiene lugar tras la destrucción de Jerusalén, y que la
segunda venida del Hijo del hombre es la que se verificará al fin de los
tiempos.
Todo esto tiene, pues, un valor mucho más allá de lo
histórico y comprobable por los anales de los libros que nos describen los
sucesos de un tiempo determinado. Ni el evangelio es un libro de historia. Hay
mucha más enjundia en todas estas narraciones y nos remiten al triunfo del
Reinado de Dios por encima de las potencias humanas. Lo humano va a deshacerse
como sal en el agua. Lo que va a surgir de entre las cenizas de lo terreno es
el nuevo mundo… Cuando empiece a suceder esto, levantaos, alzad la cabeza: se acerca
vuestra liberación. A esto iba toda la descripción.
Dentro del estilo apocalíptico del capítulo, lo que nos
quiere dejar patente es el triunfo de Cristo y de Dios. Eso que viene a ser la
razón de nuestra esperanza, aunque nos estemos desenvolviendo en un mundo que
parece haber perdido el sentido, y que va arrasando todo lo que es orden y
valor.
El evangelio es mensaje de vida y mientras se escriben cada
día los periódicos como una ensartada de malicias y desgracias, el texto sagrado
nos quiere hacer elevar la mirada (levantaos,
alzad la cabeza) y que sintamos la seguridad del triunfo que nos trae
Jesucristo: se acerca vuestra liberación.
En efecto: no vamos a quedar encerrados entre los barrotes de esta cárcel que
hemos creado los humanos: drogas, violaciones, terrorismo, abusos, corrupción,
pobreza, vidas truncadas por el vicio, el sexo, el suicidio… De todo esto vamos
a salir. Es el sexto sentido de la fe el que nos augura un mundo mejor, en el
que Jesucristo avala con su promesa firme, el triunfo definitivo final.
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