Liturgia
Entramos en las dos últimas semanas del año litúrgico: la que conduce
hasta la fiesta de Cristo Rey y la que señalará el finiquito del presente
ciclo. En estas dos semanas vamos a encontrarnos con el Apocalipsis, un escrito
que cierra también la revelación del Nuevo Testamento y que como su título
indica, pertenece a una forma de expresión apocalíptica. Es decir: su lenguaje
no es directo sino simbólico, y va necesitando de explicación para saber a qué
se refiere.
Hoy se nos señala un texto que en realidad son dos partes:
En el cp 1 (1-4) tenemos lo que pudiéramos llamar “el prólogo” del libro. En él
Juan –el evangelista- nos justifica la razón de ser de este libro: ha sido una
revelación recibida en éxtasis en la isla de Patmos, que Dios ha entregado a Jesucristo para que muestre a sus siervos lo que
tiene que suceder pronto. Para eso Dios ha enviado un ángel a Juan para que
él sea testigo de la palabra de Dios y del testimonio de Jesucristo.
Luego salta a 2, 1-5 en ese examen que hace a diferentes
comunidades e iglesias y obispos. Hoy se ha centrado en el ángel de la Iglesia de Éfeso (su Obispo), a quien alaba en
muchas facetas, que enumera así: conozco
tu manera de obrar, tu fatiga y tu aguante; sé que no puedes soportar a los malvados
y que pusiste a prueba a los que se hacen pasar por apóstoles pero que
descubriste que son unos embusteros; y eres tenaz, que has sufrido por mí y no
te has rendido a la fatiga. Como puede observarse hay un verdadero retablo
de alabanzas y reconocimientos que repercuten en la misma comunidad a la que
tanto amó Pablo.
Sin embargo le pone un “pero”: que has abandonado el amor primero. Merece la pena esta reflexión
aplicada a nuestra propia realidad. Porque en medio de tantas alabanzas, hay
una mancha, y no es de un defecto concreto sino de un haber perdido aquel
fervor inicial. Una oportunidad para hacer nosotros revisión de nuestra actual
fidelidad y nuestro modo de vivir hoy nuestra experiencia y testimonio
cristianos. ¡El amor primero!, las delicadezas a las que condujo ese amor.
De ahí, el SALMO, tomado del mismo libro: Al que venciere, le daré a comer del árbol
de la vida.
Llegamos al evangelio (Lc 18, 35-43) con el episodio del
ciego de Jericó, que Lucas sitúa a la entrada del pueblo. El hombre se ganaba
su pan pidiendo limosna al que entraba o salía de la ciudad. En esto que
escucha el retemblar del suelo porque pasaba un grupo numeroso de gentes, y el
ciego preguntó, curioso, qué era aquello. Uno le respondió, como quien no dice
nada, que pasa Jesús Nazareno. Para
el informante aquella circunstancia no era definitiva. Podía ser más o menos
emocionante y atrayente, pero no le cambiaba su vida.
Pero para el ciego se abría un mundo con el paso del
Nazareno, del que él había oído, y del que había interiorizado un conocimiento
que no era simplemente del hombre “que pasa”. Para el ciego, Jesús era el hijo de David…, el Mesías, el
liberador de los pobres y los ciegos y los necesitados… Y entonces gritó con toda su alma una oración de
súplica: Jesús. Hijo de David, ten
compasión de mí.
Los gritos del ciego importunaban a la gente, y
pretendieron acallarlo, como si la necesidad y urgencia del necesitado se
pudiera acallar con “la prudencia”. Pero el gritó más hasta llegar con sus
gritos al propio Jesús. Y Jesús lo mandó llamar. Y las gentes se hicieron
altavoz de Jesús, y le dijeron al ciego que Jesús lo llamaba.
Se lo trajeron, y
Jesús le preguntó qué quieres que haga
por ti. A Jesús le interesa que el mendigo ciego sepa qué es lo que
verdaderamente quiere. ¿Una limosna? El hombre fue a lo que era su carencia
principal y respondió: Señor, que vea
otra vez. Parece una pregunta superflua la de Jesús, y sin embargo tiene su
importancia. O el ciego suplicaba una limosna a cualquiera que pasara por allí,
o el ciego había acudido como ciego que espera la acción mesiánica. O pedía a
un “Jesús nazareno” o al “Hijo de David”. Y el ciego supo muy bien lo que
necesitaba y a quién recurría.
Y Jesús respondió: Recobra
la vista; tu fe te ha salvado. Y en seguida vio con sus ojos, hasta ese
momento resecos, y siguió a Jesús
glorificando a Dios.
Ahora, todos aquellos que habían intentado silenciar al
ciego mendigo, acabaron alabando a Dios. Quiera Dios curar nuestras cegueras, y
darnos la visión íntima que tuvo el ciego de Jericó aun antes de recibir de
nuevo el don de la vista. Vio con fe, y le salvó.
Jeremías es el que nos habla en el nombre del Señor: "Tengo designios de paz y no de aflicción, me invocaréis y yo os escucharé, y os reuniré sacándoos de los países por donde os dispersé." Estas palabras nos reportan la esperanza que necesitamos cuando la Liturgia nos recuerda el final de los tiempos. Necesitamos una fe para que podamos ver tan claro como el ciego de Jericó.Es remarcable su actitud, signo de una profunda inquietud: él no puede ver porque es ciego de nacimiento: pregunta y cuando le dicen que "Pasa Jesús el Nazareno" pide con todas sus fuerzas,se acerca a Jesús y le expresa su deseo:"Señor, que recobre la vista" El encuentro personal con Jesús ha devuelto la vista a sus ojos; pero sobre todo le ha iluminado el corazón y lo ha colmado de sabiduría. Por eso se ha convertido en su seguidor y no dejaba ni un momento de servir y glorificar a Dios porque vio claro el sentido de su vida.
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