Liturgia
Apoc 15, 1-4. Juan tiene de nuevo una visión del
Cielo, “definido” con expresiones fantásticas de cristal trasparente y “mar de fuego” (que indica centelleo
de estrellas). Y allí, en ese mar que es
el cielo de Dios, “siete ángeles” para realizar el proyecto de Dios, que
salva a los suyos:
-
Allí estaban, en su orilla, los que han vencido a la bestia -el Imperio Romano-, a su imagen y a la
cifra de su nombre. Son los innumerables mártires, que llevan
“arpas que Dios les ha dado”: radiantes, pues, y resplandecientes.
“Cantaban
el canto de Moisés”. (Moisés es el primer libertador de Israel, contra los
egipcios, y es símbolo de la liberación frente a los romanos. Las ideas de ese
canto son: 1) Dios actúa prodigiosamente, 2) derrotando a Egipto 3) Los enemigos quedan espantados, 4) y Dios
da a su Pueblo la Tierra de Promisión.
Eso
mismo, en los momentos presentes, era el “Canto del Cordero”: el
definitivo libertador, que libra por su Sangre a los hombres, y crea un “nuevo
Pueblo”, que es la Iglesia. Es el Cántico de los triunfadores de la bestia:
los mártires, la Iglesia, que reconocen en “el Cordero” honores divinos. Es un
canto de adoración, de triunfo final, que reconoce la voluntad de Dios,
santísima y justísima, que no deja vencer al mal, e invita a observar los
mandamientos de Dios y así glorificar su Nombre.
Lc 21, 12-19 es continuación del
anuncio del final, que ya nos ocupará la semana. Entremezclada la ruina de
Jerusalén y de su templo con la visión de los últimos tiempos, Jesús anuncia la
persecución a la que van a estar sometidos los fieles a su evangelio. Serán
entregados a los tribunales y a la cárcel, y
os harán comparecer ante reyes y gobernadores por causa de mi nombre; así tendréis ocasión de dar testimonio.
Es curioso cómo se juntan aquí los
mensajes de la 1ª lectura y del evangelio. Lo que Jesús anuncia en Lucas es lo
que luego ve, en visión profética, el vidente de Patmos. Es la persecución, los
juicios contra los seguidores de Jesús, y todo en razón de su fe y religión.
Pero dice Jesús que no os preocupéis por preparar vuestra
defensa, porque yo os daré palabras y sabiduría a la que no podrá oponerse ni
contradecir ningún adversario vuestro. Jesús describe la situación tan dura
poniendo delante de los ojos de sus oyentes que serán los propios familiares
–padres y parientes, hermanos y amigos- los que traicionen, maten a algunos, y
odien por causa de mi nombre.
Es patente el terror que origina ese
“final” de los tiempos, que está muy concretado en aquellas generaciones que se
van a enfrentar a poderes políticos y religiosos que no aceptan la nueva fe que
Jesús ha venido a traer. Pero que expresa algo más allá de aquellos tiempos, de
aquellas primeras persecuciones, de todos los martirios que llevó a cabo la
nación opresora, el Impero de Roma. Hoy día hay muchas regiones donde la
persecución está vigente, donde siguen haciendo mártires, y precisamente por
razón de le fe en Jesucristo. Y no es que –en razón del progreso cultural- hay
menos barbaries, sino que conforme van avanzando los tiempos se van produciendo
mas extremismos fanáticos que pretenden destruir la fe católica en muchos
pueblos del orbe (sobre todo en África).
¿Y podemos quedarnos como meros
espectadores de algo lejano, cuando estamos asistiendo con más frecuencia a las
profanaciones de capillas, Iglesias y símbolos sagrados? Algo huele mal en el
mundo que estamos viviendo cuando en medio de las proclamas de “libertad” y de
“valores democráticos”, se producen atropellos indignos de los libertarios
populistas.
Acaba el evangelio de hoy con una
palabra de seguridad y confianza. Jesucristo dice que, en medio de todo eso, ni un cabello de vuestra cabeza perecerá; con vuestra perseverancia salvaréis
vuestras almas. Que no significa que vayamos a caminar por nuestra vida
pertrechados con una especie de coraza milagrosa, sino que en medio de todo
este mundo hostil, hay encendida una luz de seguridad que nos pone Dios por
delante. Aquellos mártires y los mártires de hoy lo saben. Sus cabellos cayeron
pero no perecieron, porque más allá de su muerte, el reguero de su sangre
fecunda la fuerza de la Iglesia. Y nosotros estamos ahí. Lo que se nos pide,
como a ellos, es esa perseverancia con la que tenemos que dar cumplido sentido
a la fe que hemos recibido.
Es por ello que el católico debe implicarse en política. De una forma u otra estamos llamados a contribuir al bien común. Para ello es preciso salir de comportamientos tibios que no ayudan, y ser valientes y dar la cara ante la sociedad, enfrentándose al mal con la propuesta del bien, y sobre todo sin temor a decir la verdad a los demás, porque el que pierde la vida por El, la ganará.
ResponderEliminarRespecto al "decir" a los demás cosas triviales hay que tener cuidado y saber elegir. Hay personas a las que decir cosas triviales les puede causar un gran daño psicológico por razón de su naturaleza. Por ejemplo: el acosador o acosadora creen tener siempre una especie de superioridad sobre la otra persona y se sienten cómodos en "decir" a la otra persona.
ResponderEliminarLos daños psicológicos son reales y tienen una causa. No es culpable quién los recibe sino el que los provocó.
Por tanto: más que mentalizarnos en decir al otro algo "que creemos" que no cayó en la cuenta o que no hace bien, deberíamos ocuparnos en dar un 95% de dosis de amor, cariño y comprensión. Acogida. Aceptación. Ceder nuestro puesto al otro si es necesario. Buscar el bien del otro, y no el mío propio. Una vez que hemos dado ese 95% de nosotros, ya estamos en disposición de "decir" a la otra persona algo que no nos parece bien de su forma de ser, porque habremos ganado su confianza y respeto.
Pongo un ejemplo: El otro día un amigo estaba esperando en la parada del autobús. Por la acera de enfrente pasó un sacerdote al que hacia tiempo que no veía (podría haber sido un seglar). Mi amigo se quedó perplejo al ver como el sacerdote le saludaba con la mano desde lejos. Mi amigo se alegró. Le hizo un gran bien.
Aún estaba disfrutando en su interior de ese momento y sintiéndose agradecido, cuando se percata que el sacerdote da media vuelta, se cruza y viene hacia el.
Ambos se saludaron amistosamente, porque mi amigo es así. Es afable.
Hablaron unos minutos, y el sacerdote se interesó del motivo por el cual hacía tiempo que no se veían. Mi amigo le explicó amablemente pero seguro. Y siguió su perplejidad, cuando observó que el sacerdote no le recriminaba nada. Es más, pareció comprenderle.
Vino el autobús y se tuvieron que despedir, pero mi amigo se quedó con una buenísima sensación dentro. Sintió un gran cariño por ese sacerdote, y dio gracias a Dios. Mi amigo deseó en ese momento poder ver a ese hombre más a menudo. A lo mejor no le era posible, pero lo deseó. Se quedó con una sensación de paz y de que ese sacerdote había comprendido bien lo que era su vocación.