Esta tarde, ESCUELA DE ORACIÓN.- 5’30
Liturgia
Apoc. 10, 8-11: Hasta aquí, la
revelación del libro del Apocalipsis había hablado del pasado.
Ahora
la profecía empieza sobre el futuro en una casi
repetición de otro texto bíblico de Ezequiel.
Se
da al vidente un libro pequeño abierto: o sea, público..., que se puede dar a
conocer a los creyentes. Jesucristo es “el ángel” que habla y entrega el
rollo.
Resulta
“dulce al paladar”, porque en él está contenida la misericordia de Dios,
su amabilidad, su justicia divina bondadosa.
Pero
produce amargura interior, ardor porque revela la degradación moral de las
gentes, su dureza, la ineficacia de los esfuerzos de la predicación, el
sufrimiento de los pecadores, la maldad de los que no se convierten..., los
odios... [No puede sernos una revelación difícil de comprender si echamos una
mirada a la vida que se está desarrollando en nuestro mundo actual. Realmente
es agrio y produce ardor cuando se pone uno ante la pantalla de la TV y empieza
a desgranar ese conjunto de situaciones, noticias, hechos o manipulaciones con
las que acabamos sintiendo angustia interior, ahogo…, que no podemos digerir].
En el evangelio tenemos una “versión
reducida” (o quizás sea la versión más real) del momento aquel en que Jesús se
encontró con el panorama de un templo ocupado por unos feriantes que
aprovechaban la situación religiosa para hacer su negocio. [¿Nos suena a algo
actual?]. Y no era sólo problema de los que se ganaban así su pan; el problema
radicaba en los responsables del templo, que también aprovechaban aquella
circunstancia para enriquecerse.
Jesús se puso a echar a los
mercaderes. Obsérvese la descripción de Lucas, tan diferente de la de Juan. En
Lucas no hay más que palabras de Jesús, que quiere hacer caer en la cuenta de
que la casa de Dios es casa de oración.
Y utilizando un dicho de un profeta, les dice que la han convertido en “cueva de ladrones”. Jesús está pidiendo
respeto a la casa de Dios, y no quiere que se utilice de otra manera. Y eso que
los tienduchos de aquellas gentes estaban situados en el amplio patio exterior
del templo, el atrio de los gentiles, y por supuesto no estaba en los lugares
sagrados.
A mí se me viene hoy día la imagen de
Jesús contemplando nuestros templos cristianos, con las gentes hablando a toda
pastilla en voz alta, con los que sostienen conversaciones a plena voz con sus
teléfonos móviles, a las gentes que están sentadas en los bancos contándose
historias audibles por el resto, o cuyas conversaciones de sacristía las hacen
a voz en cuello, impidiendo que la Casa de Dios sea casa de oración. No quiero hacer yo un juicio. He planteado la
imagen de Jesucristo ante esas situaciones… ¿Podrá pensarse que Jesús tuviera
que recordar que el templo es casa de
oración y no un mercadillo?
Claro que tal como está hoy el cotarro
más bien veo las consecuencias que nos cuentan los evangelios de aquella
actuación de Jesús: los sacerdotes, los
doctores de la ley y los senadores del pueblo intentaban quitarlo de en medio. Era molesto Jesús porque
quería que el templo se mantuviera respetado. En una forma tan típica judía
como era la violencia declarada, a una advertencia hecha por Jesús (que no gusta
a los dirigentes), la decisión es quitarle la vida. Y es evidente que no se va
a llegar a tanto. Pero a veces se puede uno preguntar si no habrán ya “quitado
de en medio” el sentido de lo sagrado y se habrá intentado convertir la casa de
Dios en “casa del pueblo”. Y no excluyo a nadie. Porque ahí todos tenemos “vela
en el entierro”, y todos hemos de ser respetuosos con ese silencio sagrado que
debe impregnar nuestras iglesias cristianas.
Aquellos sacerdotes y doctores no
hicieron nada contra Jesús porque la gente lo admiraba y estaba pendiente de
sus labios. Y quedó en pie lo que Jesús había pretendido enseñar con aquella
escena. Yo estoy en plena sintonía con esa lección de Jesús, que la considero
tan útil en este momento como en aquel, aunque sean tan dispares las
situaciones. Pero no el fondo de la cuestión.
Yendo mucho más al fondo de todo esto,
cabría hacer la reflexión de nosotros como “templos de Dios”, y por
consiguiente debiendo ser “casas de Dios” y no “cuevas de rapiñas”. Pero ya
podemos comprender que esta consideración está muy al fondo de la vida de cada
cual y nos llevaría muy lejos. No obstante a cada uno nos toca hacer nuestra
propia reflexión para purificar este “templo” nuestro y presentarlo digno de lo
que es: “Casa de Dios”.
Jesús no se podía fiar de los poderosos; se encontraba bien con la gente sencilla; los dirigentes querían matarlo porque veían que peligraban sus intereses; la gente humilde lo buscaba y lo escuchaba con gusto. Jesús, a pesar de las amenazas y peligros, prosigue todos los días su misión. El templo del que ha expulsado a los vendedores y a los animales para los sacrificios se convierte ahora en el lugar donde va a impartir su Doctrina, va a ser un lugar de enseñanza para que nunca más sea "una cueva de ladrones". Un cambio muy significativo.
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