homilía del Santo Padre
La primera lectura que hemos escuchado nos propone una vez más las
antiguas palabras de bendición que Dios sugirió a Moisés para que las enseñara
a Aarón y a sus hijos: «Que el Señor te bendiga y te proteja. Que el Señor haga
brillar su rostro sobre ti y te muestre su gracia. Que el Señor te descubra su
rostro y te conceda la paz» (Nm 6,24-26).
Es muy significativo escuchar de nuevo esta bendición precisamente al comienzo
del nuevo año: ella acompañará nuestro camino durante el tiempo que ahora nos
espera. Son palabras de fuerza, de valor, de esperanza. No de una esperanza
ilusoria, basada en frágiles promesas humanas; ni tampoco de una esperanza
ingenua, que imagina un futuro mejor sólo porque es futuro. Esta esperanza
tiene su razón de ser precisamente en la bendición de Dios, una bendición que
contiene el mejor de los deseos, el deseo de la Iglesia para todos nosotros,
impregnado de la protección amorosa del Señor, de su ayuda providente.
El deseo contenido en esta bendición se ha realizado plenamente en
una mujer, María, por haber sido destinada a ser la Madre de Dios, y se ha
cumplido en ella antes que en ninguna otra criatura.
Madre de Dios. Este es el título principal y esencial de la Virgen
María. Es una cualidad, un cometido, que la fe del pueblo cristiano siempre ha
experimentado, en su tierna y genuina devoción por nuestra madre celestial.
Recordemos aquel gran momento de la historia de la Iglesia
antigua, el Concilio de Éfeso, en el que fue definida con autoridad la divina
maternidad de la Virgen. La verdad sobre la divina maternidad de María encontró
eco en Roma, donde poco después se construyó la Basílica de Santa María «la
Mayor», primer santuario mariano de Roma y de todo occidente, y en el cual se
venera la imagen de la Madre de Dios —la Theotokos—con el título de Salus populi romani. Se
dice que, durante el Concilio, los habitantes de Éfeso se congregaban a ambos
lados de la puerta de la basílica donde se reunían los Obispos, gritando:
«¡Madre de Dios!». Los fieles, al pedir que se definiera oficialmente este
título mariano, demostraban reconocer ya la divina maternidad. Es la actitud
espontánea y sincera de los hijos, que conocen bien a su madre, porque la aman
con inmensa ternura. (...)
María está desde siempre presente en el corazón, en la devoción y,
sobre todo, en el camino de fe del pueblo cristiano. «La Iglesia… camina en el
tiempo… Pero en este camino —deseo destacarlo enseguida— procede recorriendo de
nuevo el itinerario realizado por la Virgen María» (Juan Pablo II, Enc. Redentoris Mater, 2).
Nuestro itinerario de fe es igual al de María, y por eso la sentimos
particularmente cercana a nosotros. Por lo que respecta a la fe, que es el
quicio de la vida cristiana, la Madre de Dios ha compartido nuestra condición,
ha debido caminar por los mismos caminos que recorremos nosotros, a veces
difíciles y oscuros, ha debido avanzar en «la peregrinación de la fe» (Conc.
Ecum. Vat. II, Const. Lumen
gentium, 58).
Nuestro camino de fe está unido de manera indisoluble a María
desde el momento en que Jesús, muriendo en la cruz, nos la ha dado como Madre
diciendo: «He ahí a tu madre» (Jn 19,27).
Estas palabras tienen un valor de testamento y dan al mundo una Madre. Desde
ese momento, la Madre de Dios se ha convertido también en nuestra Madre. En
aquella hora en la que la fe de los discípulos se agrietaba por tantas
dificultades e incertidumbres, Jesús les confió a aquella que fue la primera en
creer, y cuya fe no decaería jamás. Y la «mujer» se convierte en nuestra Madre
en el momento en el que pierde al Hijo divino. Y su corazón herido se ensancha
para acoger a todos los hombres, buenos y malos, y los ama como los amaba
Jesús. La mujer que en las bodas de Caná de Galilea había cooperado con su fe a
la manifestación de las maravillas de Dios en el mundo, en el Calvario mantiene
encendida la llama de la fe en la resurrección de su Hijo, y la comunica con afecto
materno a los demás. María se convierte así en fuente de esperanza y de
verdadera alegría.
La Madre del Redentor nos precede y continuamente nos confirma en
la fe, en la vocación y en la misión. Con su ejemplo de humildad y de
disponibilidad a la voluntad de Dios nos ayuda a traducir nuestra fe en un
anuncio del Evangelio alegre y sin fronteras. De este modo nuestra misión será
fecunda, porque está modelada sobre la maternidad de María. A ella confiamos
nuestro itinerario de fe, los deseos de nuestro corazón, nuestras necesidades,
las del mundo entero, especialmente el hambre y la sed de justicia y de paz; y
la invocamos todos juntos: ¡Santa Madre de Dios! (...)
El Santo Padre concluyó la homilía invitando a la asamblea a
repetir tre veces: 'Madre de Dios'
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