10 enero: “El
mentiroso”
San
Juan (1ª, 4, 19 a 5-4) va “rematando la faena” que ha propuesto en días anteriores.
Empezando por una afirmación fácil de entender: “amemos a Dios porque Él nos amó primero”, aterriza en su idea
fija, que aprendió del propio Jesús: “Si
alguno dice que ama a Dios y aborrece a su hermano, es un mentiroso”. Y con
lógica muy comprensible explica: “amar a Dios es muy fácil, porque a Dios no lo
vemos”…, nos podemos crear dentro de nosotros una entelequia de “amor”. Siempre
es más fácil “amar” a los japoneses que a esa persona con la que rozo cada día
en mi vida diaria (incluso aunque sea japonés). Por eso, quien no ama a su hermano, que ve, no puede amar a Dios, a quien no ve”.
No da garantía ese “amor a Dios” si ante el prójimo que toco y trato, no soy
capaz de callar ante algo que me ha disgustado, o tiendo al juicio negativo,
crítico (por mucho que lo emborrice), y a esa peste de ponerse habitualmente en
el lado posible negro de las personas o cosas, que vemos, que tenemos al alcance. El principio básico es: Quien
ama a Dios, ame también a su hermano. Y si no es así, se ha de analizar
uno por dentro: ¿seré un mentiroso/a?
Dado
que el amor a Dios consiste en “guardar
sus mandamientos” –que dice al final- hemos de saber entender que, para
Juan, “los mandamientos” están encerrados todos en esos dos en los que viene
insistiendo. Y concluye: los “mandamientos”
no son pesados; la victoria viene desde la fe. Es decir: estas formas de afirmación las
siente dentro el que tiene fe. Pueden ser un testimonio muy claro de nuestra fe
si llegamos a hacerse interrogar al no creyente, que tendrá que decir: ¿qué
bicho le ha picado a éste para saber amar así?
O en frase ya conocida de los primeros siglos de la Iglesia, la
admiración y atracción que ejercía aquello: “Mirad
cómo se aman”. Lo absurdo es
enjuiciar nosotros las situaciones contrarias, acentuando que no nos amamos.
Porque, en definitiva, lo negativo no construye ni alienta. Al alumno o subordinado a quien se le repiten
sus defectos, acaba teniéndolos o abandonándose.
Por
eso han acompañado esa lectura de San Juan con un episodio de muy diferentes
salidas, aunque hoy sólo se vaya a proclamar la primera parte. Jesús, ya con su
fama de buenas obras y de gentes siguiéndolo porque se sienten atraídas por Él,
se viene a su pueblo, con esa ilusión de volcar allí el tesoro mesiánico que le
han puesto en sus manos. Ilusión de ver a su madre, a su familia, a sus amigos
y compañeros de adolescencia y juventud, o del trabajo.
En
la Sinagoga le distinguen dándole a leer y explicar a Isaías: “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque
me ha ungido”. Y siguen las conocidas características mesiánicas de favor a
pobres, cautivos, viejos u cojos, los oprimidos…, a quienes les llega “el año de Gracia del Señor”, ¡la
libertad! Y cuando enrolla el pergamino
y se sienta, las gentes están satisfechas, atentas, expresando todos su
aprobación, “admiradas de las palabra de
gracia que salían de sus labios”. O sea: había una admiración llamativa:
las gentes sabían de memoria aquellas Escrituras y se habían encontrado con que
Jesús no había leído un renglón. Y eso era causa de enorme admiración porque
bien se podían preguntar qué autoridad nueva podía tener el paisano aquel para
cambiar la sagrada palabra de la Escritura.
Hoy
se queda aquí este relato. Pero nos deja delante algo fundamental: lo que
admira, satisface, ayuda, es creativo y mantiene los ojos fijos en Jesús, es
que ha leído lo que son afirmaciones positivas, que dan esperanza. Y Jesús
emplea su autoridad en no leer la frase que rezumaba sentidos de venganza, tan
propios de aquellas mentalidades de hacía siglos.
Hoy
día el Papa está siguiendo la misma táctica. Está aparcando temas que ahora
mismo no son los esenciales. Advierte en la exhortación: La alegría del Evangelio” que hay que traer a la Iglesia la esencia
misma del evangelio. Y aunque –dice- en otros tiempos y culturas se fueron
añadiendo cosas que entonces eran necesarias o convenientes, la situación que
vivimos debe tener también en la Iglesia y en la presentación que haga la
Iglesia, esa impronta que devuelva al espíritu del Evangelio. Y es en este evangelio que se proclama hoy
donde Jesús tuvo el arte de ensanchar corazones. No quitará que en su día y su
momento diga Jesús muchas más cosas y de más exigencia. Pero cada momento tiene
lo suyo, y el Papa se está esforzando por devolver a la fe, a la doctrina, al
pensamiento cristiano, una ración de esperanza y creatividad.
Eso
que, como he dicho, tenga traducción concreta en la virtud de aparcar lo que no
construye, apuntalar lo positivo, no enjuiciar, no ir con el espíritu crítico
por delante, saber mirar con ojos limpios… Porque el día que nuestros ojos sean
limpios –clima de bienaventuranzas- nos daremos cuenta de que el mundo es menos
feo de lo que nos empeñamos en ver.
Amar al hermano/a. En mi experiencia y según mi comprensión, amo a mi hermano/a cuando estoy esforzándome al menos, en tratarlo/a, con bondad y justicia. Hablar con la otra persona con sinceridad de corazón, sin fingimientos, tratar de no caer en la crítica a sus posibles defectos. Si robo algo a alguien (no dinero)... tratar de restituirlo de alguna forma (como Zaqueo). Por ejemplo, si ofendo a alguien no sirva sólo el pedir disculpas, sino que mis hechos posteriores y mis obras, sean dignos frutos de penitencia.
ResponderEliminarInteresarme de vez en cuando por sus "problemas", buscando también el consolar al otro, al igual que me gustaría a mi que me consolaran en momentos difíciles.
Nada de esto puedo hacer sin Cristo, que se da como alimento en su Palabra y la Eucaristía.
Es difícil por otra parte, amar así al hermano, cuando el hermano/a no te deja. Se cierra y no permite ni acepta ser amado/a de esa manera. Parece increible que esto suceda, pero yo creo que sucede, según mi experiencia, en algunos casos.
El amor es más fructífero cuando es mutuo, pero cuando una parte falla, las heridas impiden en parte, alcanzar un amor más perfecto, y por tanto hay sufrimientos donde debía haber alegría.
El orgullo, las envidias, los celos y los deseos de vanagloria, nos alejan del amor que Dios quiere que nos tengamos.