CONVERSIÓN,
LUZ Y REINO Domingo 3 A TO.
Dos
situaciones contrapuestas que hacen resaltar blanco sobre negro. El país de
Zabulón y el de Neftali, como expresión del fracaso. Pero en un momento
determinado Dios pone ante sus ojos una luz grande que les brilla y les
deslumbra en medio de sus sombras. Y con esa luz, les llega la alegría
desbordante… Así abre camino la 1ª lectura de Isaías (9, 1-4).
En
el Evangelio (Mt 4, 12-23) se hace realidad concreta lo que se encerraba en
aquella profecía. Tomado el evangelista el mismo texto de Isaías, presenta a
Jesús… Han arrestado a Juan y Jesús se establece en Cafarnaúm, precisamente en
el territorio de Zabulón y Neftali. Y allí donde había sombras de muerte,
aparece Jesús como esa luz grande que comienza predicando: Convertíos, porque está cerca el
reino de los Cielos. Es la luz más grande que puede anunciar Jesús: el
ansiado y necesario momento en que el rey no sea ya un hombre cualquiera, sino
que sea Dios quien tome el cetro para dirigir un pueblo que caminaba en tinieblas.
Aquella
nación estaba necesitada, como su misma vida, volverse hacia Dios y poner a
Dios en el horizonte de toda su historia…., y que sea el punto de referencia
pleno sobre el que se recomience una historia que han perdido. El primera paso para esa recuperación es convertirse…, entrar dentro de sí y
sacar afuera esa carga de error, o incluso de mentira, que han acumulado
dentro, a través de tiempos de irreflexión, de infidelidad, de no haber puesto
a Dios como ese referente primordial.
Y
Dios –que hace las cosas con tanta humanidad- ha enviado a Jesús. A Dios nadie
lo ha visto… Pero Jesús está ahí y transita por los caminos y aldeas y plazas.
Y Jesús pasa por medio de las gentes y ve a dos hermanos, Simón y Andrés –pescadores
en el Lago- y les dice sin más: Venid,
seguidme, y os haré pescadores de hombres. Y sigue adelante y hace lo mismo
con Juan y Santiago, otros pescadores. Lo llamativo es que unos y otros dejan
en el acto sus redes, su barca, incluso su familia, y sin pedir aclaración de
esa llanada, se embarcan en esa nueva barca de Jesús, en la las redes se
dirigirán hacia los corazones de los hombre y mujeres de Israel. Se está
constituyendo ese nuevo reino, en el que Jesús lleva el cetro de Dios, para que
en la tierra se establezca el reino de
los Cielos… Que lo que es el Cielo: el lugar donde Dios tiene su trono, y
donde sus ángeles revolotean jubilosos cantando a gloria de Dios el triple “Santo”, se realice ya en nuestra
tierra, la que habitamos.
Que
si Jesús pasó por aquel territorio, proclamando la Buena Noticia, el Evangelio
del Reino, curando toda enfermedad y toda
dolencia, podamos entender que todo eso queda como símbolo de algo mucho
más profundo y de dimensiones mucho más amplias… Porque “enfermedad” o “dolencia”
no es sólo la que va al médico, la que necesita cura del cuerpo. Jesús ahora en
nuestro momento real, histórico, viene a este mundo con esa misma misión
curativa, liberadora…, imponiendo sus manos sobre el espíritu de cada uno, porque
lo urgente de este momento de sanar lo
de dentro de nuestros corazones. Mal
estaríamos entendiendo todo el sentido esencial cristiano, si no tuviera su
plasmación concreta en un sentido de CONVERSIÓN
en lo profundo del alma.
No
está en vano la 2ª lectura de hoy. La insistencia de Pablo es de una actualidad
rabiosa: Os ruego en nombre de nuestro
Señor Jesucristo: poneos de acuerdo y no andéis divididos. Estad bien unidos con un mismo
pensar y sentir.
Hemos
acabado ayer la Semana de Oración por la Unión de las Iglesias Cristianas, que es la vergüenza misma de la
mala práctica de a fe. “Me he enterado –dice
Pablo- que andáis divididos”…; ¿está
Cristo dividido? Yo creo que hoy podremos tener muchos pecados concretos
personales, que está desagradando a Dios, y de los que tenemos necesidad de
convertirnos [la decisión y los medios también concretos que honradamente debemos
poner, porque con Dios no se juega]. Pero si entramos más dentro de nuestra realidad
en la Iglesia, hay un pecado que está clamando al Cielo, como un puño
amenazador cerrado contra el mismo Dios: esta ridícula fragmentación de
grupúsculos absurdos, que San Pablo ya concretaba en casos claros: Yo soy de Cloe, yo de Apolo, yo de Cefas, yo
de Pablo, yo de Cristo. [Cambiad ahora esos nombres, bien sean de personas
o sean de instituciones, movimientos, grupos, hermandades, congregaciones…, o
lo que sea…, y sintámonos protagonistas del más ridículo esperpento que puede
darse dentro de una misma fe…: que quienes adoramos a un mismo Dios, y
pretendemos seguir un mismo Cristo, andemos tirándonos piedras –a veces
verbales y directas o indirectas- contra la otra cofradía o la otra persona,
como el vómito asqueroso del mal estómago –egoísta y gallito- que llevamos
dentro. ¿Esta Cristo dividido? Lo
terrible es que así lo parece. Que la CONERSIÓN que debe poner todos los
caballos en la misma dirección tirando del carro para que venga de verdad el Reino de los Cielos, es algo que no se alcanza
señalando con el dedo, sino metiéndose dentro de sí mismo para ver la parte que
a mí me toca poner para suavizar, comprender, poner caridad cristiana,
delicadeza y “suavizante”, y eliminar esos “garbanzos en el zapato ajeno”, que
son la negación flagrante de todo lo bueno que podemos predicar.
En
Zabulón y Neftalí, brilló una luz grande…
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