5 novb.: El
banquete trae cola
Ayer
aprovechó Jesús una invitación a un banquete para exponer cómo es necesaria la
grandeza de alma de ofrecer sin estar buscando la correspondencia. ¡Ya te
pagará el Señor en su momento!
Eso
levantó una aprobación emocionada en uno de los comensales, que exclamó: Dichoso el que coma en el banquete del Reino
de Dios. No era poco el primer efecto de aquellas palabras que oíamos ayer
de boca de Jesús. Lo que manifiesta que nunca se pierde el bien que se hace o
la buena palabra que se dice. Si es verdad que muchos no se enteran, también es
cierto que hay quien capta más de lo que podría estar en una primera línea.
Jesús
aprovecha la situación para poner una parábola –ese gran recurso con el que
mejor expresa su pensar- y cuanta un supuesto banquete al que el anfitrión
invita a una gran cantidad de amigos y conocidos de su entorno. Y de ellos empieza a recibir excusas para no
acudir al banquete. Es una imagen
vivísima de la invitación amplia que Dios hizo a su Pueblo para que liderara la
fe del mundo. Pero en ese ”pueblo” empezaron a escurrir el hombro, unos por
unas cosas; otros, por otras. Jesús está contando un “cuentecillo”, pero ya
pueden estar mirándose en él los mismos invitados al banquete en que se
desarrollaban estas cosas, porque lo que Jesús está cuestionando es la
fidelidad de los invitados por Dios. Y
no estaba aquel pueblo por la labor.
El
amo de casa recibe las excusas y comprueba los muchos puestos que van a quedar
vacíos, y amplía su invitación a los que estaban más despistados por las calles
y plazas. Ellos van a aprovecharse de las ausencias de los primeros
invitados. Acuden y aún queda sitio…
Y
he aquí un punto de gran trascendencia en la historia del Reino: dado que el
Pueblo de Dios no ha acudido y no ha querido gozar de su elección, Dios abre
sus brazos al mundo entero: a los que van
por los caminos y senderos…, ese mundo exterior a Israel. Y ahí –que es
donde estamos nosotros- se abre el Reino para que nosotros seamos parte de él,
con todos los privilegios y la saciedad que podemos tener en tan inmenso
banquete. Quería aquel amo que les insistiese…
Si Israel había fallado a la cita, había ahora que saber aprovechar la
oportunidad.
Aquí
está el núcleo de esta parábola. Lo que bien sabemos (por otra parábola
semejante) es que la invitación generosa y gratuita no permitía vestir “de
trapillo”, porque a tan generosa invitación hay que corresponder con finuras de
agradecidos.
Remito
a la 1ª lectura para hallar “traje a propósito” para asistir a ese banquete del
Reino. Lo que Pablo dice a los fieles de Roma es que la norma de oro es no quedarse en ser buenos, sino aspirar a
ser mejores… Y que eso pide unas condiciones: no se puede uno dejar llevar por
las formas mundanas, ni en criterios y enfoques egoístas y placenteros de
un mundo narcisista. Hace falta una capacidad
de amar muy sincera (ya es un golpe mortal al egoísmo) estimando al otro más a uno mismo.
[No nos quedemos en “el sermón” para “Fulanito”, e hinquemos el diente a
nuestra propia manzana, porque sólo desde esa reflexión constante que busca la
verdad, seremos como Pablo va describiendo]. Nunca cruzados de brazos como quien ya hizo todo y no necesita ya
hacer casi nada… Ardientes en el espíritu
para servir constantemente al Señor. Llenos de esperanza, que nunca se
pierde, porque la pusimos en Él y eso nos tiene bien agarrados.
Asiduos es la oración –es la parte que
mira a Dios-; ayudando a otros en su
necesidad (el complemento necesario). Hablando
bien de los demás (=bendiciendo…, bien-diciendo), alegrándose de las alegrías de los otros o sufriendo con ellos sus
penas.
Ese
es el “traje de boda” que tenemos que llevar puesto. Y –claro- una cosa es
describir “sus piezas”, y otra muy diferente es “probárnoslas a la medida”. Eso sólo se alcanza desde la oración
reflexiva, desde la posterior mirada a uno mismo. Porque oramos como el artista que va
intentando dibujar un paisaje, y no le pierde vista. Pero el artista necesita
retirarse un poco de su cuadro para tomar perspectiva y comprobar que hay una
buena proporción en los diversos planos que va pintando y la realidad contemplada.
El
fallo fácil y frecuente es embobarse con el paisaje, dejar unos trazos
dibujados y no mirar a la obra en que se estaba intentando reproducir. Un mal artista acaba quedándose con lo que
haya salido, y no ha sabido echar esa mirada reflexiva sobre su propia obra. No
corrige trazos mal dados, desproporciones diversas, y hasta algún posible
borrón que se le ha caído sobre el lienzo.
El
hecho de que la Palabra de Dios sea viva,
eficaz, penetrante…, y que no vuelve a Dios vacía…, nos está poniendo a las
claras cómo necesitamos ser mucho más atentos y penetrantes también nosotros,
para no quedarnos en la superficialidad del “mal artista”.
Invitados
al banquete del Reino –porque Israel
falló a su invitación- no podemos perder de vista que se puede también ir
quedando uno en el zaguán de entrada. Y que hay que buscar acicalarse lo mejor
posible para gozar en la mayor plenitud de esa invitación que hemos recibido.
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