29 nvbr.:
Signos que enseñan
Jesús
era un gran observador, y “veía” siempre “más allá” de lo que es un simple ver
e incluso un simple mirar. Para Jesús había otras “lecturas” detrás de cada
situación, hecho o detalle.
La
higuera era, por otra parte, elemento familiar. Una casa normal tenía una
higuera. Era un símbolo de prosperidad, aunque no precisamente ni
necesariamente material. ¡Había mirado tantas veces la higuera de su casa de
Nazaret…, o la de tantas casas en las que había entrado…! ¡Había gozado tantas
veces de ese proceso de vida que es el brotar de las yemas reventonas sobre las
ramas de las higueras…! Y siempre les
hablaba de un nuevo amanecer de vida, de primavera, de frutos… Por eso la higuera le es familiar para
expresar su deseo de que la que es estéril pueda dar fruto si se le cultiva
más…, ¡antes que cortarla…! Por eso el
dolor terrible sobre el pueblo judío impenitente se traduce en una higuera
maldecida que no ha sido capaz de dar fruto, sino solo follaje, pese a aquel
“especial cultivo” que Él le había procurado.
Ahora,
al acabarse el discurso apocalíptico
que advierte del desastre de una situación que ha echado a Dios de su “campo de
juego” (toda la semana nos ha puesto esa dolorosa visión ante los ojos), acaba
volviéndose a la higuera como símbolo… Lo mismo que los brotes en la higuera
anuncia la primavera, así todo eso que os he dicho anuncia el REINO DE DIOS. No
ha sido anuncio propiamente de desastres y calamidades, sino el fracaso del mal
y el salir a flote del reino de Dios.
Y
como dice que “esta generación lo verá”,
quiere decir que el fracaso estrepitoso de aquel pueblo que rechazó lo que le
traía la paz y la salud mesiánica, se traspasa a otros pueblos gentiles, que
verán la gloria de Dios. Verán el REINADO de Dios.
Y
todo ese terrorífico apocalipsis no
apunta al desastre ni a la destrucción. Todo lo contrario: también el dolor de
un fracaso del pueblo de Dios es como semilla que se pudre y viene a dar un
nuevo árbol…: ese es nuestro árbol…, esa generación presente que ve la gloria
del Reino somos nosotros. Lo fueron ya muchos de los que vivieron con Jesús.
Unos, que ya lo vieron palpablemente en Jesús resucitado y vencedor de la
muerte y del pecado. Otros, que vieron
el nacer casi inexplicable de una fe y un modo de vida que dejaba perplejos y
atraía a muchos a sumarse a ese gran árbol que había sembrado Jesucristo.
Y
ahí estamos. Ojalá que con nuestros frutos ya maduros o madurándose en el día a
día…, con esa fuerza que lleva la fidelidad a la savia que Cristo vino a dejarnos
en el Evangelio. Esa realidad dinámica –nunca inmóvil, nunca acomodada- que nos
está llevando a la posesión que se dará un día…, cuando El Hijo del hombre venga triunfal y majestuoso sobre una nube… Pero no nos olvidemos –como mal sueño ya
pasado- lo que encierra en sí ese proceso purificador en el que unos son tomados y otros dejados…: unos
se dejan tomar y otros dejan pasar el tren que les venía a recoger para
conducirlos al destino.
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