Francisco invita a vivir
la Eucaristía de manera coherente
Texto completo de la catequesis de este miércoles durante la
audiencia general
En la última catequesis he puesto de relieve como la Eucaristía nos introduce
en la comunión real con Jesús y su misterio. Ahora podemos hacernos algunas
preguntas sobre la relación entre la Eucaristía que celebramos y nuestra vida,
como Iglesia y como cristianos a nivel individual. Nos preguntamos: ¿cómo vivimos
la Eucaristía? ¿Cómo vivimos la Misa, cuando vamos a Misa el domingo? ¿Es sólo
un momento de fiesta, una tradición consolidada, una ocasión para encontrarse o
para sentirse bien, o es algo más?
Hay señales muy concretas para comprender cómo vivimos todo esto.
Cómo vivimos la Eucaristía. Señales que nos dicen si vivimos bien la Eucaristía
o si no la vivimos tan bien. La primera pista es nuestra manera de ver y
considerar a los otros. En la Eucaristía, Cristo siempre lleva a cabo
nuevamente el don de sí mismo que ha realizado en la Cruz. Toda su vida es un
acto de total entrega de sí mismo por amor; por eso Él amaba estar con sus
discípulos y con las personas que tenía ocasión de conocer. Esto significaba
para Él compartir sus deseos, sus problemas, lo que agitaba sus almas y sus
vidas. Ahora, cuando participamos en la Santa Misa, nos encontramos con hombres
y mujeres de todas las clases: jóvenes, ancianos, niños; pobres y acomodados;
originarios del lugar y forasteros; acompañados por sus familiares y solos...
Pero la Eucaristía que celebro, ¿me lleva a sentirlos a todos, realmente, como
hermanos y hermanas? ¿Hace crecer en mí la capacidad de alegrarme con el que se
alegra y de llorar con el que llora? ¿Me empuja a ir hacia los pobres, los
enfermos, los marginados? ¿Me ayuda a reconocer en ellos el rostro de Jesús?
Todos vamos a Misa porque amamos a Jesús y queremos compartir su pasión y su
resurrección en la Eucaristía. Pero, ¿amamos como Jesús quiere que amemos a
aquellos hermanos y hermanas más necesitados? Por ejemplo, en Roma, estos días
hemos visto tantos problemas sociales: la lluvia que ha provocado tantos daños
a barrios enteros; la falta de trabajo, provocada por esta crisis social en
todo el mundo... Me pregunto y cada uno de nosotros preguntémonos: yo que voy a
Misa, ¿cómo vivo esto? ¿Me preocupa ayudar? ¿Me acerco? ¿Rezo por ellos que
tienen este problema? O soy un poco indiferente... O quizá me preocupo de
charlar: '¿Pero has visto cómo estaba vestida aquella o cómo estaba vestido
aquel?' A veces se hace esto, ¿no? Después de Misa, ¿o no? ¡Se hace! ¿Eh? ¡Y
eso no se tiene que hacer! Tenemos que preocuparnos por nuestros hermanos y
hermanas que tienen una necesidad, una enfermedad, un problema... Pensemos, nos
hará bien hoy, pensemos en estos hermanos y hermanas que tienen hoy problemas
aquí en Roma. Problemas por culpa de la lluvia, por esta tragedia de la lluvia,
y problemas sociales de trabajo. Pidamos a Jesús, a este Jesús que recibimos en
la Eucaristía, que nos ayude a ayudarles.
Un segundo indicio, muy importante, es la gracia de sentirnos
perdonados y dispuestos a perdonar. A veces alguno pregunta: ‘¿Para qué se
debería ir a la iglesia, dado que el que participa habitualmente en la Santa
Misa es pecador como los demás?’ ¿Cuántas veces hemos escuchado esto? En
realidad, quien celebra la Eucaristía no lo hace porque se considera o quiere
parecer mejor que los demás, sino precisamente porque se reconoce siempre
necesitado de ser acogido y regenerado por la misericordia de Dios, hecha carne
en Jesucristo. Si cada uno de nosotros no se siente necesitado de la
misericordia de Dios, no se siente pecador, es mejor que no vaya a Misa, ¿eh?
¿Por qué? Nosotros vamos a Misa, porque somos pecadores y queremos recibir el
perdón de Jesús. Participar de su redención, de su perdón. Ese ‘Yo confieso’
que decimos al principio no es un pro forma, ¡es un verdadero acto de
penitencia! Soy pecador, me confieso. ¡Así empieza la Misa! No debemos nunca
olvidar que la Ultima Cena de Jesús ha tenido lugar “en la noche en que iba a
ser entregado” (1 Cor 11, 23). En ese pan y en ese vino que ofrecemos y en
torno al cual nos reunimos se renueva cada vez el don del cuerpo y de la sangre
de Cristo para la remisión de nuestros pecados. ¿Eh? Tenemos que ir a Misa
humildemente, como pecadores. Y el Señor nos reconcilia.
Un último indicio precioso nos lo ofrece la relación entre la
celebración eucarística y la vida de nuestras comunidades cristianas. Es
necesario tener siempre presente que la Eucaristía no es algo que hacemos
nosotros; no es una conmemoración nuestra de aquello que Jesús ha dicho e
hecho. No. ¡Es precisamente una acción de Cristo! Es Cristo que actúa ahí, que
está sobre el altar. Y Cristo es el Señor. Es un don de Cristo, el cual se hace
presente y nos reúne en torno a sí, para nutrirnos de su Palabra y de su vida.
Esto significa que la misión y la identidad misma de la Iglesia surgen de allí,
de la Eucaristía, y allí toman siempre forma. Una celebración puede resultar
también impecable desde el punto de vista exterior. ¡Bellísima! Pero si no nos
conduce al encuentro con Jesucristo, corre el riesgo de no traer ningún
alimento a nuestro corazón y a nuestra vida. A través de la Eucaristía, en
cambio, Cristo quiere entrar en nuestra existencia y permearla de su gracia,
para que en cada comunidad cristiana haya coherencia entre liturgia y vita. El
corazón se llena de confianza y de esperanza pensando en las palabras de Jesús
recogidas en el evangelio: “El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida
eterna y yo lo resucitaré en el último día” (Jn 6, 54). Vivamos la Eucaristía
con espíritu de fe, de oración, de perdón, de penitencia, de alegría
comunitaria, de preocupación por los necesitados, y por las necesidades de
tantos hermanos y hermanas, en la certeza de que el Señor realizará aquello que
nos ha prometido: la vida eterna. ¡Así sea!
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