¿Quién decís
vosotros…?
Se
dirigían a Cesarea de Filipo. Iban hablando de muchas cosas Jesús y sus Doce.
Jesús tuvo la idea de preguntarles algo…, pero no era para hacerlo mientras
caminaban. Quería preguntarles algo que requería sosiego y ese clima de más
intimidad en que puede pensarse y matizarse la respuesta. Y aprovechó Jesús la
sombra amplia que proyectaba una higuera sobre el borde del camino. Para
invitarles a sentarse un rato y reposarse bajo aquella sombra.
Con
fina psicología Jesús empezó por una pregunta muy fácil, que se podía responder
por lo oído, y que no comprometía nada: ¿Quién
dicen los hombres que es el Hijo del hombre? Bastaba echar mano de los dichos que habían
escuchado en diversos ambientes. Porque una cosa era el decir de las gentes,
que casi coincidían en un juicio admirado, positivo, favorable a Jesús: hasta
se comentaba que fuera Juan Bautista redivivo (el mismos Herodes así lo creía);
o que fuera un profeta nuevo e incluso uno de los antiguos, que ha vuelto a la
vida; podría ser nada menos que Elías, el profeta arrebatado en un carro de
fuego, que podría ser que hubiera regresado a la tierra… Si se escuchaba a los
fariseos, Jesús era o un casi blasfemo, o un ministro de Belcebú, un incordio,
alguien que les hacía competencia sectaria en la educación religiosa del
pueblo, o un entrometido de tal envergadura que les hacía frente a ellos, que
eran los hombres cultos religiosos y maestros de Israel…
Jesús
dejó que sus Doce se explayaran y que así quitaran esos frenos que pueden darse
ante una pregunta así, y delante del interesado.
Y
cuando ya habían dicho todos lo que habían oído acá y allá, Jesús se inclinó
hacia adelante, más insinuante, con una gozosa sonrisa en sus labios, y con voz
más baja y un tanto insinuante, les preguntó: Y vosotros…, ¿quién decís que soy
Yo? Les cogió muy de improviso. Aquello era muy serio. Y había muchos
matices que expresar, dentro de unas respuestas que generalmente coincidían en
lo esencial (no todas…). Andrés quiso responder bajo aquella impresión que tuvo
en el primer instante en que fue, vio
donde vivía y se quedó con Él todo el día… Ese momento había marcado a
Andrés para siempre. Tomás era otro de los caracteres tajantes de aquel grupo,
y le encantaba que Jesus fuera tan recio en su vida y en sus palabras: estaría dispuesto a morir con Él…
Natanael era un admirador profundo. Aquel “su secreto bajo la higuera” donde
Jesús le había visto la primera vez, le había ganado el alma. Y entonces le
prometió Jesús que vería cosas mayores,
y Natanael da fe que ha sido así…, que acompañar a Jesús era una caja de
impresionantes sorpresas en las que –en palabras y obras- era siempre un autor
de “cosas más grandes”. Leví podía seguir con la boca abierta ante la grandeza
de aquel Maestro que se fijó en él, que era un publicano despreciado por el
pueblo. Juan y Andrés, tan hijos del
trueno, cada vez admiraban más la prudencia, la paciencia, la cercanía de
Jesús… A lo mejor ellos lo hubieran querido algo más fuerte, más decidido a
emplear sus poderes en que lloviera fuego
del cielo para con los que no lo aceptaban a Él… Judas Iscariote
respondería que Jesús era un hombre muy bueno; tan bueno que era un poco
infeliz, inocente, que había pretendido acercarse al pueblo con muchos paños
calientes, aunque con discurso exigente, que llega hasta dichos y expresiones
que repugnan a la sensibilidad, difíciles de digerir. Que de Mesías no tenía
nada porque no daba para nada la talla del Mesías anunciado para liberar a
Israel. Jesús era para Judas un hombre bueno pero equivocado, iluminado.
El
hecho fue que todos se quedaron con su palabra dentro porque Simón sintió un
impulso interior y habló por todos: TÚ
ERES EL MESÍAS. Y ahí se acabó “la encuesta”. Claro que Simón tampoco lo
tenía claro en lo que él pensaba por sí mismo. Porque Jesús –que empieza por
decirles que de su mesianismo no digan nada a nadie- se apea por el primer
anuncio de su pasión y muerte a manos de los jefes religiosos y civiles…,
explicándoles todo con mucha claridad.
Tanta
claridad que ya se le subieron los humos a Simón y tomó el brazo a Jesús, lo apartó del grupo, y le
dijo seriamente: Bromas, no, Maestro. Que estábamos muy tranquilos y
felices… No pido decir mucho más, porque
Jesús se puso muy serio, se deshizo del brazo de Simón, se puso ante todos, y recriminó
a Simón su modo de pensar. No sólo: lo más duro fue la reprensión tan fuerte y
dura que le tuvo: Quítate de mi vista, Satanás. Tu piensas como los hombres; NO COMO DIOS.
Simón, y los demás compañeros se quedaron paralizados, y ya nadie habló más. Se
levantó el grupo de aquella sombra que les había cobijado plácidamente, y
siguieron camino en silencio. A Simón le quemaba la respuesta de Jesús. Y no
menos a los otros, porque ellos también pensaban como los hombres…
Y yo, ¿qué pienso? ¿Quién digo que es
Jesús? No me preguntó Él en esa ocasión, pero ahora sí me lo quiere
preguntar. A sabiendas que las palabras ante Él no admiten engaño ni camuflaje.
Y a sabiendas de que lo que yo diga de Jesús, debe llevar aparejada una manera
de vida que corresponda.
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