El nuevo
Templo
Hoy se inicia
la Palabra de esta Eucaristía con la entrega que hace Dios a su pueblo de las normas
naturales más fundamentales, y que pone ante los ojos del pueblo como los
mandamientos que Dios pide. Dios ha hecho a favor de ese pueblo hebreo las grandes maravillas de
su liberación de la esclavitud de Egipto. Dios se ha volcado en signos y
prodigios para acabar eligiéndose a ese pueblo como pueblo suyo”. Pero Dios
pone unas contraprestaciones que son las reglas normales de comportamiento que
ha de tener ese pueblo como su santo y seña: de una parte, la relación personal
humilde y rendida ante ese Dios que se ha volcado con ellos. Segundo, unas
relaciones recíprocas completamente respetuosas de padres e hijos, de personas
hacia la dignidad de las otras personas, o de sus bienes o de su fama.
La verdad es
que Dios no pedía demasiado. Pedía las normas naturales y básicas para una
conciencia de Pueblo, y de Pueblo de Dios. Eso son los mandamientos que hoy se han propuesto en la 1ª lectura (Ex 20,
1-17).
En las
promesas de Dios que irán siguiendo para comprensión y enseñanza de ese pueblo,
surgirá la promesa de un Mesías que será centro de toda la realización de los
proyectos de Dios. Ese Mesías fustigará
los vicios para que el pueblo permanezca fiel a los principos que les ha
dado Dios.
Y San Juan (2,
13-25) en su estilo simbólico y de varios sentidos, pondrá ya al comienzo de su
evangelio la presencia de ese Mesías, con
los cordeles en la mano fustigando, porque aquel pueblo se ha corrompido
tanto que el propio templo de Dios –símbolo de toda la religiosidad- está
siendo profanado: los sacerdotes se benefician económicamente dejando que se
establezcan vendedores dentro del templo. Y Juan (sólo él; no los otros
evangelistas) presenta a Jesús con esos cordeles echando a los animales que han
llevado allí para su venta para los sacrificios. A los animales los fustiga (los echa con la “fusta” de
cuerdas) mientras a los vendedores les habla diciéndoles que no profanen aquel
recinto que es casa de oración y no un
mercado.
Los más
afectados son los responsables del templo y son los que exigen a Jesus una
explicación. Y Jesús les dice que derriben
ese templo y Él lo reconstruirá en tres días. Evidentemente hay un juego de
palabras: de hecho aquellos hombres
están destruyendo lo sagrado de ese templo. [Nos contarán los evangelistas
que en el momento de la muerte de Jesús se rasgó el velo de la parte más
sagrada y misteriosa de ese Templo, dejando ya sin sentido todo lo anterior]. Jesús (que se refiere a su propio cuerpo) les
dice que –destruido- en tres días quedará rehecho… Muerto, a los tres días
resucitará. Eso lo entendieron los apóstoles cuando la Resurrección. Y también
provocó que allí mismo en el templo, aquel día, muchos creyeran en Él.
El signo del
cristiano es la señal de la Cruz: Cristo
crucificado, que es un escándalo para los que no tienen los principios esenciales
de la fe. Para nosotros es la fuerza de Dios, y de ella participamos en la
Eucaristía, que nos hace presencia de ese “templo
destruido y nuevamente reconstruido” por la resurrección de Jesucristo. Y
que nos está pidiendo que hagamos del Templo CASA DE ORACIÓN y no “casa del
pueblo” donde más de una vez puede haber “profanación” por la falta de respeto
de los mismos fieles al lugar sagrado en donde se alberga la Presencia real de Jesús.
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