Sigue Pasión
en Mateo
“Llegada la mañana, los príncipes de los sacerdotes
y los ancianos del pueblo celebraron consejo contra Jesús para darle muerte”. Sólo eso dice Mateo de lo
ocurrido en la mañana del viernes. Se comprende que ha dado tantos detalles en
el interrogatorio de la noche que ahora ya no tiene nada que añadir. Benedicto
XVI en su profunda obra: “Jesús de Nazaret” dice que ellos no pensaron en una
crucifixión porque era un tormento que repugnaba a los judíos. Pero “habiéndole atado, lo llevaron y entregaron
al presidente Pilato”. Y la verdad es que allí fueron ellos los que
acusaron de “alterador del orden”, “malhechor” y pretendido “rey de los
judíos”, acusaciones que podían levantar
en el presidente romano un recelo fuerte hacia ese preso que le entregaban
“para la muerte”. Y ellos, sacerdotes y ancianos incitaron al pueblo a pedir
que fuera crucificado. Eso son datos de los Evangelios.
Donde Mateo se
detiene de forma especial es en el personaje de Judas, “Judas, el traidor, viendo que lo habían condenado, arrepentido,
devolvió a los príncipes de los sacerdotes y a los ancianos los 30 siclos de
plata, diciendo: ‘He pecado entregando sangre inocente’. Ellos respondieron:
¿Qué nos importa a nosotros? Tú verás”. Es un momento realmente trágico. Judas
entregó a Jesús en un acaloramiento. Naturalmente es que su corazón no estaba
limpio. Más bien quiso vengarse, pero nunca pensando en una condena a muerte. Y
ahora, cuando ya no está en sus manos, “se arrepiente”. Lo que pasa es que lo
que estaba hecho, estaba hecho, y que los jefes habían conseguido su objetivo y
poco les importaba ya Judas y la suerte de Judas. Ese: “Tú verás” es demoledor. Porque de nada le vale ya el
arrepentimiento. “Él arrojó los siclos de
plata en el templo y se marchó y fue a ahorcarse”.
Judas no tuvo
valor para enfrentarse a su siniestra acción. Ya no estaba en su mano deshacer
el trato. Las monedas le quemaban las manos… Ahora ya no le valían ni “para
darlas a los pobres”; eran fruto de una felonía que clamaba al Cielo. Y en su
ofuscación no tuvo la luz que podría haberlo salvado, como se salvó Pedro de
sus propias negaciones y perjurios. Pedro lloró y lo encontraremos luego entre
los otros apóstoles. Había negado, lo había oído Jesús negar… Pero Pedro no se
desespera. Judas sí. No sabe buscar otra salida que quitarse la vida. Por eso
el pecado de Judas, peor que su traición, fue su desesperanza, su no saber
buscar remedio que le levantara aquella losa de encima. Y, desesperado, se
ahorcó. Los Hechos de los Apóstoles nos deja una visión más trágica todavía: cayó de cabeza, reventó por medio y se le
abrieron las entrañas. Como un símbolo de su bárbara acción, que “revienta”
y deja a la vista sus malas entrañas.
En los Hechos
él compra el campo con los siclos de plata y allí va a caer de cabeza. En Mateo
ya hemos visto que devolvió el dinero y fue y se ahorcó. La divergencia de
explicación es lo de menos, pues lo importante es el fondo de la cuestión. Y
Mateo se ha extendido en ella.
A Pilato le
preocupó más la acusación de “rey de los judíos” y es la pregunta que hace
Pilato a Jesús en el Evangelio de Mateo. Y Jesús afirma: Tú lo dices. Ni que decir tiene que a Pilato tenía que resultarle
aquello un tanto raro, viendo las realidades circundantes, que no expresaban
precisamente “un rey” que pudiera preocupar mucho al delegado de Roma.
Liturgia del día
ResponderEliminarSeguimos con Oseas (6,, 1-6), y con los proyectos del Corazón de Dios que si os “herí por medio de profetas y os condené con las palabras de mi boca”, en realidad lo que “quiero es misericordia y no sacrificios, conocimiento de Dios más que holocaustos”. Hay una pedagogía detrás de la apariencia de severidad, y es una pedagogía de atracción: “En su aflicción madrugarán para buscarme y dirán: ¡Ea, volvamos al Señor! Él nos curará, Él nos vendará, Él nos sanará… esforcémonos por conocer al Señor; su amanecer es como la aurora”.
Surge precisamente el fruto que se pretende; que el pueblo se acoja a la misericordia gratuita de Dios. Ni sacrificios ni holocaustos. La salvación es conocer al Señor. Y como el “conocer” bíblico es un acto de íntima compenetración y afecto, eso supera todos los hechos externos de cumplimientos. Se trata de acogerse a la misericordia de Dios.
El fariseo del Evangelio (Lc 18, 9-14) no tiene noción de esa misericordia. Él no viene a pedir; viene a presentar “su factura” de holocaustos y sacrificios, y a que Dios le pague lo bueno que es: “no como los demás hombres”.
El publicano sí se echa en esa misericordia. No tiene otra cosa que ofrecer ni que presentar. Se ve a sí mismo como un pobre pecador y de nada tiene para presumir. Sólo echarse en brazos del perdón y la piedad de Dios. Ese es su capital. Por sí mismo, “un pecador”.
Y Jesús da el veredicto, ¡que es lo más válido de toda la parábola!: el fariseo sale como entró, sin poder recibir la misericordia de Dios, que ni la buscó. El publicano queda justificado: perdonado, en paz consigo y con Dios.