MADRE DE LA IGLESIA. Por supuesto María fue madre
de la Iglesia desde sus mismos ciernes. En la cruz Jesús le entregaba lo que
era el comienzo de su obra: Ahí tienes a
tu hijo. Y en la persona del discípulo estaba ya el germen de la Iglesia
futura. El Concilio Vaticano II, con los Padres Conciliares puestos en pie, la
declaraba solemnemente “Madre y Tipo de la Iglesia”. Documentos bíblicos como
Apocalipsis 12, lo mismo son aplicables a María que a la Iglesia, y con ser uno
de los pasajes marianos por excelencia, es claro que en la revelación va a otra
dimensión más general: la realidad de la Iglesia.
María MADRE DE LA
IGLESIA nos atañe de manera directa a los que somos parte de la Iglesia y
miembros vivos de ella. Que nuestras “flores a María” repercutan en el
crecimiento de la vida de la Iglesia es un hecho por el dogma del Cuerpo
Místico, por el que sabemos que toda acción buena que hacemos, repercute en el
bien general. Por decirlo en imagen, cada acción buena aumenta el caudal de esa
gran acequia que conduce la Gracia de Dios.
LITURGIA
Cuando la persecución de
Esteban, muchos discípulos huyeron y se refugiaron en Fenicia, Chipre y
Antioquía. Y hablaron de su fe y su doctrina a los otros judíos que encontraron
allí. Pero se dio el caso que otros que vinieron de Chipre y de Cirene,
hablaron abiertamente a los que no eran judíos, anunciándoles al Señor Jesús. Y como Dios los bendecía, se
convirtieron muchas personas a esa nueva fe que predicaban.
Llegó la noticia a la Iglesia
de Jerusalén –que era el centro- y quisieron saber lo que estaba sucediendo, y
enviaron a Bernabé a Antioquía. Bernabé comprobó que allí estaba actuando el
Espíritu Santo y se alegró mucho y los estimuló a seguir con su acción. Hubo
muchas conversiones.
Luego Bernabé se fue a
Tarso, donde estaba Pablo y se lo llevó a Antioquía, que los acogió y los hizo
huéspedes, y allí instruyeron a muchos. Fue
en Antioquía donde por primera vez llamaron a los discípulos “CRISTIANOS”.
Sigue el capítulo 10
de San Juan (22-30). Era la fiesta de la Dedicación del templo. Era invierno y
Jesús entraba en calor paseándose por el pórtico de Salomón. Los judíos lo
abordan y le peguntan: ¿Hasta cuándo vas
a estar manteniéndonos en suspenso? Si tú eres el Mesías, dínoslo abiertamente.
La verdad es que Jesús
lo había dicho ya de muchas formas. Eran ellos los que no se lo creían nunca, y
si se lo decía, se escandalizaban y tomaban a Jesús por blasfemo. Una vez más
preguntan, y Jesús les responde: Os lo he
dicho y no me creéis, Las obras que yo
hago en nombre de mi Padre, dan testimonio de mí, pero vosotros no creéis,
porque no sois ovejas mías.
Mis ovejas escuchan mi voz y yo las conozco y ellas me
siguen y yo les doy la vida eterna. No perecerán para siempre y nadie las
arrebatará de mi mano. Mi Padre que me las ha dado, supera a todos y nadie
puede arrebatarlas de la mano de mi Padre. Yo y el Padre somos uno.
Estaba dicho, pues. No
con las mismas palabras que ellos hubieran deseado, pero sí con una fuerza
indiscutible de que Jesús venía de arriba y que actuaba en nombre de Dios. Más
aún: que Yo y el Padre somos uno.
Podrían escandalizarse, pero era claro que Jesús les había respondido.
Nosotros sabemos que
Jesús es el Mesías, Hijo de Dios. Nosotros sabemos que él nos conoce. Que no se
escapa a sus ojos ninguna realidad nuestra. Que “conocernos por nuestro nombre”
es como llevarnos en las palmas de sus
manos. Que nada nuestro escapa a sus ojos.
La segunda parte es
que nosotros escuchemos su voz y le sigamos, precisamente como ovejas suyas que
nos tomamos en serio ese seguimiento. Y como seguir a Jesús ha de ser por los
caminos de su doctrina y de sus obras, la Iglesia deberá ser para nosotros
objeto de nuestra obediencia, porque es la intérprete inmediata que nos une a
El y a nosotros en el mismo Cuerpo.
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