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El saludo del ángel a
María fue: Alégrate, llena de gracia.
No podía menos que alegrarse la que había sido visitada tan plenamente por
Dios, que la había plenificado de Gracia y presencia del Espíritu y del Hijo de
sus entrañas.
Evidentemente quien
así es alegre, no puede trasmitir sino alegría. Nuestra alegría está sostenida
por Ella, que nos infunde esa mirada optimista sobre la vida, por la sencilla
razón de que vivimos con María nuestro caminar cristiano de seguimiento de los
pasos de Jesús. Caminar junto a María es sentirse amparados por ella y saber
que caminamos seguros. Y eso nos da alegría. María es la causa de nuestra
alegría porque nos entronca con la alegría del Cristo resucitado.
LITURGIA
Saulo seguía persiguiendo a
los discípulos del Señor. Y en su celo extremo por el judaísmo, alcanzó el
permiso para llevar presos a Jerusalén a todos los que siguieran ese Nombre.
(Hech.9,1-20). Con esas cartas caminaba hacia Damasco cuando le sorprende en el
camino una caída bajo el resplandor fulgurante de un relámpago, que le deja sin
ver con los ojos de la cara, pero que le abre los ojos interiores, y desde el
suelo levanta su pensamiento y su pregunta a Alguien que ve él que le ha
derribado: ¿Quién eres, Señor?
Una voz le responde: Soy
Jesús, a quien tú persigues. Y Saulo vio entonces la luz interior,
aunque en sus ojos permanecía ciego y tenía el fanfarrón que ser llevado de la
mano como un niño.
Tres días estuvo sin
comer ni beber. Al final es un discípulo de Jesús, uno de los que él hubiera
hecho preso, el que le devuelve la vista imponiéndole las manos: El Señor Jesús, que se te apareció cuando
venías de camino, me ha enviado para que recobres la vista y te llenes de
Espíritu Santo.
Inmediatamente se le
cayeron de los ojos una especie de escamas, y recobró la vista. Fue bautizado.
Comió y le volvieron las fuerzas. Se quedó en Damasco un tiempo con los
discípulos, y luego se lanzó a predicar en las sinagogas, afirmando que Jesús es el Hijo de
Dios.
El evangelio continúa
el relato de ayer (Jn.6,53-58). Los judíos disputaban entre sí: ¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?
Y Jesús, lejos de aclarar, da una vuelta de tuerca y afirma: Os aseguro que si no coméis la carne del
Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come
mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna y yo lo resucitaré en el último
día.
Imaginémonos nosotros
como uno de aquellos oyentes y estamos escuchando esas palabras. Algo que para
nosotros es evidente, pero que tendríamos que ponernos en la piel de aquellos
oyentes para comprender que todo esto era escandaloso.
Sigue Jesús: El que come mi carne y bebe mi sangre,
habita en mí y yo en él. Éste es el pan que ha bajado del cielo; el que come
este pan, vivirá para siempre.
Para nosotros todo
esto es llano y es muy consolador. Pero lo vemos ahora, tras el conjunto de la
obra de Jesús, que vino a concretar todo eso en la tarde del Jueves Santo.
Ahora nosotros sabemos cómo se come el Cuerpo de Cristo y cómo se bebe su
Sangre, y todo nos resulta tan fácil… Pero aquellas gentes, ¿qué podían
entender cuando Jesús les habló estas cosas?
Damos gracias a Dios
que nos ha enriquecido nuestra existencia con ese alimento espiritual con el
que nos fortalece y convoca a nuevas gestas, que tienen que expresarse en la
vida diaria nuestra.
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