Liturgia
Una muy larga lectura del libro de los Números,
entresacando varios párrafos de dos capítulos: 13,2-3.26 y 14,1, 26-30. 34-35.
Es la exploración de la tierra prometida por unos enviados de Moisés. Han
descubierto una tierra muy deseable por sus frutos y riqueza, pero habitada por
gentes de más que normal estatura. De ahí que haya división de opiniones sobre
atacar o no. Unos son optimistas y piensan que pueden ganarles la batalla;
otros son realistas y no ven factible el caso. Y murmuraban contra Dios.
El hecho es que aquellas generaciones que habían salido de
Egipto no vivieron tantos años como para ver realizada la conquista de la
tierra prometida, y que los israelitas hubieron de seguir por el desierto
muchos años más. Los que ahora tenían ventitantos años serían los que llegarían
a ver cumplida la promesa de Dios de entrar en la tierra que mana leche y miel.
Ni el mismo Moisés llegó a pisarla; sólo pudo verla desde un altozano. Pero por
su edad, murió antes.
El evangelio de Mt 13,21-28 es de una humanidad
extraordinaria, humanidad que se refleja en la misma actitud de Jesús, que
desde su conocimiento humano y su mentalidad judía, no ve factible actuar ante
una petición que le hace una mujer pagana.
Jesús andaba ahora por los límites de Israel con Tiro y
Sidón. Y llegó a adentrarse en esas tierras paganas, donde menos podía esperar
ser conocido. Pero ocurrió que una mujer cananea lo conoció y se vino a él con
la petición de que curara a una hija suya enferma. Y, como idea general de esas
situaciones, lo presenta como un hecho provocado por un demonio muy malo. No es
que conoció a Jesús más o menos de haberlo visto alguna vez en un
desplazamiento a la tierra de Israel. Es que lo reconoce como el Hijo de David, como “Señor”, y que, por tanto su poder frente
al mal era definitivo.
Jesús debió quedar asombrado. Y su instinto normal era el
de atender un caso semejante. Pero se atravesó un pensamiento: estaba fuera de
las fronteras de Israel, la tierra de Dios a la que había sido enviado. Y la
mujer que le pedía era una mujer no israelita, no perteneciente a las hijas de
Dios. Y se encontró ante un dilema. Y no queriendo faltar a su misión de Mesías
de Israel, ni negarse a hacer el bien, optó por no responder e intentar
quitarse de en medio.
La mujer gritaba, los apóstoles se sentían incomodados por
aquellos gritos, y le piden a Jesús que la atienda porque viene gritando detrás de nosotros. No era una compasión de
los hombres aquellos sino el cansancio de oír los gritos de una madre que ve
que pierde su oportunidad.
Jesús responde entre dientes que sólo ha sido enviado a las ovejas descarriadas de Israel. Es lo que
piensa. Es la lucha que está librando dentro de sí.
Pero la mujer corre y se planta delante de rodillas y le
pide frente a frente a Jesús: Señor,
socórreme. Aquello era ya superior a la resistencia de Jesús, que se apoya
en un dicho popular para justificar su actitud: No está bien echarle a los perros el pan de los hijos. Pero la
verdad es que Jesús está ya interiormente vencido por la actitud suplicante de
la mujer…; le falta poco para romper aquella resistencia que está mostrando
contra su deseo natural.
Y la mujer derrumbó la fortaleza aceptando la expresión
anterior de Jesús y dándole la razón. Pero completando la idea: Tienes razón, Señor, pero también los perros
se comen las migajas que caen de la mesa de sus amos.
Ya no quedaban fuerzas de resistencia en Jesús. Aquella
humildad de la mujer pagana le había ganado la partida. En realidad aquella
pagana tenía más fe que muchos de Israel, y los hechos curativos de Jesús se
producían ordinariamente sobre la fe de quienes acudían a él. Y alabó a la
mujer y le concedió lo que le pedía: Mujer,
qué grande es tu fe; que se cumpla lo que deseas. Y en aquel momento quedó
curada su hija.
¡Qué grande es tu fe! Ojalá pueda el Señor decirnos algo
así a nosotros. Ante nuestras súplicas, ante las aparentes ausencias y
silencios de Dios, cuando parece que todo está cerrado, gritar y suplicar y
humillarse en la propia indignidad de no tener mérito adquirido para ser
escuchado…, ¡qué importante es clamar y hacerse impertinente, y clavarse de
rodillas ante Dios!, con un: Señor,
socórreme. Y poder tener la seguridad de que ante una fe tan grande, se realice lo que se ha pedido. Con razón dijo uno que LA ORACIÓN ES LA FUERZA
DEL HOMBRE Y LA DEBILIDAD DE DIOS.
PORQUE LA ORACIÓN ES LA FUERZA DEL HOMBRE Y LA DEBILIDAD DE DIOS...Esto lo comprendió muy bien Santa Teresa Benedicta de la Cruz, judía, una buscadora infatigable de la Verdad que se covirtió al catolicismo y entró en el Carmelo. Como muchos judíos huyóde los nazis hacia Holanda, pero fue detenida y murió en la cámara de gas en AUSCHWITZ. Su vocación era participar en la Pasión de Cristo. La fe cristiana le ayudó a conocer profundamente la historia de su pueblo. Amaba al Antiguo Testamento y amaba a Jesús; orgullosa de ser judía decía:"Soy hija del pueblo escogido, pertenezco a Cristo espiritualmente, y también por los lazos de la sangre" Señor, perdóname soy impertinente...Tengo que pedirte tantas cosas, porque no tengo nada.
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