La alegría es un don de Dios. Dios es alegre. La unión a
Dios hace personas alegres. María es alegre y es fuente de alegría. El saludo
del ángel que la llama “Agraciada” expresa una mujer que rezuma gracia y
sencillez. Y no podía ser menos porque la elección que Dios hace de ella era ya
suficiente para rebosar de gozo, para que su sonrisa se expandiera y dentro de
su corazón brillaran sus sentimientos de alegría. Me llamarán feliz todas las generaciones. Y es que verdaderamente
María era una muchacha feliz. Fue una mujer feliz. Su labor de Nazaret,
sabiéndose madre de aquella familia, con su misión de llevar adelante al Niño
–el Hijo del Altísimo-, ya eran motivos suficientes para que su alegría fuera
completa. La Virgen de la mañana de resurrección fue la explosión más profunda
de su alegría. Y nos quiere hijos alegres por encima de toda realidad.
Liturgia:
Después de leer la 1ª lectura (de
Santiago 4,1-10) tengo la tentación de dejar el texto tal cual, porque es tan
evidente que bien vale la pena presentarlo y dejar que se piense despacio.
Dice así: ¿De dónde proceden los conflictos y las luchas que se dan entre vosotros?
¿No es precisamente de esos deseos de placer que pugnan dentro de vosotros?
Ambicionáis y no tenéis, asesináis y envidiáis y no podéis conseguir nada;
lucháis y os hacéis la guerra y no obtenéis porque no pedís. Pedís y no
recibís, porque pedís mal, con la intención de satisfacer a vuestras pasiones.
¡Adúlteros! ¿No sabéis que la amistad con el
mundo es enemistad con Dios? Por tanto, si alguno quiere ser amigo del mundo,
se constituye en enemigo de Dios.
¿O es que pensáis que la Escritura dice en vano:
«El espíritu que habita en nosotros inclina a la envidia»? Pero la gracia que
concede es todavía mayor; por eso dice: «Dios resiste a los soberbios, mas da
su gracia a los humildes».
Por tanto, sed humildes ante Dios, pero resistid
al diablo y huirá de vosotros. Acercaos a Dios y él se acercará a vosotros.
Lavaos las manos, pecadores; purificad el corazón, los inconstantes. Lamentad
vuestra miseria, haced duelo y llorad; que vuestra risa se convierta en duelo y
vuestra alegría en aflicción. Humillaos ante el Señor y él os ensalzará.
El evangelio es de Marcos (9,29-36). Jesús va instruyendo a sus
discípulos y no hace otra actividad ni pretende ser reconocido por las gentes. Lo que les intenta hacer comprender es,
nuevamente, el mensaje de su pasión y muerte futuras: El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres, y lo
matarán. Y después de su muerte, a los tres días resucitará. Y esto que
estaba tan diáfano, los discípulos no lo entienden y les daba miedo preguntarle. A lo mejor es que no querían entender
porque aquello no encajaba en sus pensamientos. Pensamientos que eluden la
realidad y se enfrascan en discusiones absurdas de quién de ellos era el más importante. Parece como que escondiendo
la verdad no va a ocurrir.
Y Jesús, llegados a casa, les pregunta de qué discutían por el camino,
a lo que ellos no saben contestar, no quieren contestar. Y Jesús, que es más
lince que ellos, les sale al paso con la respuesta que necesitan: Se sienta,
los llama, y les dice: «Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de
todos». Jesús les ha
ido a la mano. Ellos no quieren decir de qué han discutido pero Jesús les habla
de lo que es el verdadero orden de
importancia: el del servicio al otro. Y pasando de las palabras a la “parábola
en acción”…: tomando un niño, lo puso en
medio de ellos, lo abrazó y les dijo: «El que acoge a un niño como este en mi
nombre me acoge a mí; y el que me acoge a mí, no me acoge a mí, sino al que me
ha enviado».
El
niño le es el símbolo de la inocencia, de ir en verdad, de no andar en
secretos, en no ir con recovecos… Y lo pone en medio y se lo presenta a ellos
para que tomen pie de esa actitud para acoger la verdad de Jesús y para que
salgan de sus pensamientos.
Es
que acoger al niño –las características del niño-, es acoger a Jesús mismo, y
acoger a Jesús es acoger al mismo Padre del Cielo. que envió a Jesús.
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