24 de junio de 2015 (ZENIT.org)
"Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
en las últimas catequesis hemos hablado de la familia que vive la
fragilidad de las condición humana, la pobreza, las enfermedades, la muerte.
Hoy sin embargo reflexionamos sobre las heridas que se abren precisamente
dentro de la convivencia familiar. Cuando, en la familia nos hacemos mal. ¡Lo
más feo!
Sabemos bien que en ninguna historia familiar faltan momentos en
los cuales, la intimidad de los afectos más queridos son ofendidos por el
comportamiento de sus miembros. Palabras y acciones (¡y omisiones!) que, en vez
de expresar el amor, lo sustraen o, peor aún, lo mortifican. Cuando estas
heridas, que son aún remediables, se descuidan, se agravan: se transforman en
prepotencia, hostilidad, desprecio. Y a ese punto se pueden convertir en
heridas profundas, que dividen al marido y la mujer, e inducen a buscar
en otra parte comprensión, apoyo y consolación. ¡Pero a menudo estos
“apoyos” no piensan en el bien de la familia!
El vacío de amor conyugal difunde resentimientos en las
relaciones. Y a menudo la disgregación se trasmite a los niños.
Esto es, los hijos. Quisiera detenerme un poco en este punto. A
pesar de nuestra sensibilidad aparentemente evolucionada, y todos nuestros
análisis psicológicos refinados, me pregunto si no nos hemos anestesiado
también respecto a las heridas en el alma de los niños. Cuanto más se trata de
compensar con regalos y pasteles, más se pierde el sentido de las heridas --más
dolorosas y profundas-- del alma. Se habla mucho de trastornos del
comportamiento, de salud psíquica, de bienestar del niño, de ansiedad de los
padres y de los niños… ¿Pero sabemos qué es una herida del alma? ¿Sentimos el
peso de la montaña que aplasta el alma de un niño, en las familias en las que
se trata mal y se hace mal, hasta romper la unión de la fidelidad conyungal?
¿Qué peso tienen nuestras elecciones --elecciones a menudo erróneas-- en
el alma de los niños?
Cuándo los adultos pierden la cabeza, cuando cada uno piensa a sí
mismo, cuando papá y mamá se hacen daño, el alma de los niños sufre mucho,
siente desesperación. Y son heridas que dejan marca para toda la vida.
En la familia todo está entrelazado: cuando su alma está herida en
algún punto, la infección contagia a todos. Y cuando un hombre y una mujer, que
se han comprometido a ser “una sola carne” y a formar una familia, piensa
obsesivamente en las propias exigencias de libertad y de gratificación, esta
distorsión afecta profundamente el corazón y la vida de los hijos. Tantas veces
los niños se esconden para llorar solos…Debemos entender bien esto. Marido y
mujer son una sola carne. Pero sus criaturas son carne de su carne. Si pensamos
en la dureza con la que Jesús advierte a los adultos sobre no escandalizar a
los pequeños --hemos escuchado el fragmento del Evangelio-- podemos comprender
mejor también su palabra sobre la grave responsabilidad de custodiar la unión
conyugal que da inicio a la familia humana. Cuando el hombre y la mujer se
convierten en una sola carne, todas las heridas y todos los abandonos del papá
y de la mamá inciden en la carne viva de los hijos.
Es verdad, por otra parte, que hay casos en los que la separación
es inevitable. A veces se puede convertir incluso en moralmente necesaria,
cuando se trata precisamente para proteger al cónyuge más débil, o a los hijos
pequeños, de las heridas más graves causadas por la prepotencia y la violencia,
del enfado o del aprovecharse, de la alienación y de la indiferencia.
No faltan, gracias a Dios, aquellos que, sostenidos por la fe y el
amor por los hijos, testimonian su fidelidad y una unión en la cuál han creído,
en cuanto aparece imposible hacerlo revivir. No todos los separados, sin
embargo, sienten esta vocación. No todos reconocen, en la soledad, una llamada
del Señor dirigida a ellos. En torno a nosotros encontramos familias en
situaciones llamadas irregulares. A mí no me gusta esta palabra. Y nos
planteamos muchos interrogantes. ¿Cómo ayudarlas? ¿Cómo acompañarlas? ¿Cómo
acompañarlas para que los niños no se vuelvan rehenes del papá o de la mamá?
Pidamos al Señor una fe grande, para mirar la realidad con la
mirada de Dios; y una gran caridad, para acercarse las personas con su corazón
misericordioso.
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