06 de mayo de 2015 (ZENIT.org)
¡Queridos hermanos y hermanas!
En nuestro camino de catequesis sobre la familia tocamos hoy
directamente la belleza del matrimonio cristiano. Esto no es simplemente una
ceremonia que se hace en la iglesia, con las flores, el vestido, las fotos...
El matrimonio cristiano es un sacramento que tiene lugar en la Iglesia, y que
también hace la Iglesia, dando inicio a una nueva comunidad familiar.
Es lo que el apóstol Pablo resume en su célebre expresión: «Este
es un gran misterio: y yo digo que se refiere a Cristo y a la Iglesia».
Inspirado por el Espíritu Santo, Pablo afirma que el amor entre los cónyuges es
imagen del amor entre Cristo y la Iglesia. ¡Una dignidad impensable! Pero en
realidad está inscrita en el diseño creador de Dios, y con la gracia de Cristo
innumerables parejas cristianas, aún con sus límites, sus pecados, lo han
realizado.
San Pablo, hablando de la nueva vida en Cristo, dice que los
cristianos –todos— están llamados a amarse como Cristo los ha amado, es decir,
“sometidos los unos a los otros”, que significa al servicio los unos de los
otros. Y aquí introduce la analogía entre las parejas marido-mujer y la de
Cristo-Iglesia. Está claro que se trata de una analogía imperfecta, pero
debemos comprender el sentido espiritual que es altísimo y revolucionario, y al
mismo tiempo sencillo, a la mano de cada hombre y mujer que se encomienda a la
gracia de Dios.
El marido –dice Pablo— debe amar a la mujer “como al propio
cuerpo”; amarla como Cristo “ha amado a la Iglesia y se ha dado a sí mismo por
ella”. ¿Pero maridos que estáis aquí presentes, entendéis esto? Amar a la
propia mujer como Cristo ama a la Iglesia. ¡Esto no es broma, es serio! El
efecto de este radicalismo de la dedicación pedida al hombre, por el amor y la
dignidad de la mujer, sobre el ejemplo de Cristo, debe haber sido enorme, en la
misma comunidad cristiana.
Esta semilla de la novedad evangélica, que restablece la reciprocidad
originaria de la dedicación y del respeto, ha madurado lentamente en la
historia, pero al final ha prevalecido.
El sacramento del matrimonio es un gran acto de fe y de amor:
testimonia la valentía de creer en la belleza del acto creador de Dios y de vivir
ese amor que empuja para ir siempre más allá, más allá de sí mismo y también
más allá de la familia. La vocación cristiana a amar sin reservas y sin medida
es lo que está en la base también del libre consentimiento que constituye el
matrimonio.
La Iglesia está plenamente implicada en la historia de cada
matrimonio cristiano: se edifica en sus logros y sufre en sus fracasos. Pero
debemos interrogarnos con seriedad: ¿aceptamos hasta el fondo, nosotros mismos,
como creyentes y como pastores también, esta unión indisoluble de la historia
de Cristo y de la Iglesia con la historia del matrimonio y de la familia
humana? ¿Estamos dispuestos a asumir seriamente esta responsabilidad, es decir,
que todo matrimonio va en el camino del amor que Cristo tiene a la Iglesia?
¡Esto es grande!
En esta profundidad del misterio de criaturas, reconocido y
restablecido en su pureza, se abre un segundo gran horizonte que caracteriza el
sacramento del matrimonio. La decisión de “casarse en el Señor”, contiene
también una dimensión misionera, que significa tener en el corazón la
disponibilidad para hacerse transmisor de la bendición de Dios y de la gracia
del Señor para todos. De hecho, los esposos cristianos participan en cuanto
esposos a la misión de la Iglesia. ¡Y se necesita valentía para eso, eh! Por
esto cuando yo saludo a los recién casados, digo: “¡He aquí los valientes!”
Porque se necesita valentía para amarse así, como Cristo ama a la Iglesia.
La celebración del sacramento no puede dejar fuera esta
corresponsabilidad de la vida familiar en lo relacionado con la gran misión de
amor de la Iglesia. Y así la vida de la Iglesia se enriquece cada vez más de la
belleza de esta alianza matrimonial, como también se empobrece cada vez que es
desfigurada. ¡La Iglesia, para ofrecer a todos los dones de la fe, del amor y
de la esperanza, necesita también de la valiente fidelidad de los esposos a la
gracia del sacramento! El pueblo de Dios necesita de su camino cotidiano en la
fe, en el amor y en la esperanza, con todas las alegría y las fatigas que este
camino implica en un matrimonio y en una familia.
La ruta está marcada así siempre, es la ruta del amor: se ama como
ama Dios, para siempre. Cristo no cesa de cuidar a la Iglesia, la ama siempre,
la cuida siempre, como a sí mismo. Cristo no cesa de quitar del rostro humano
las manchas y las arrugas de cualquier tipo. Es conmovedora y muy bonita esta
irradiación de la fuerza y de la ternura de Dios que se transmite de pareja a
pareja, de familia a familia. Tiene razón san Pablo: ¡esto es precisamente un
misterio grande! Hombres y mujeres, lo bastante valientes como para llevar este
tesoro en los vasos de barro de nuestra humanidad, estos hombres y mujeres que
son un recurso esencial para la Iglesia, también para todo el mundo.
¡Dios les bendiga mil veces por esto! Gracias.
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