La FIESTA DEL ESPÍRITU
Acaba el ciclo pascual con su plenitud de Pentecostés. Así
lo ha definido el Prefacio de la Misa de hoy. Enviaste hoy el Espíritu Santo sobre los que habías adoptado como hijos
por su participación en Cristo. Casi un resumen de la teología del Espíritu
Santo.
Ese Espíritu, desde el comienzo, fue el alma de
la Iglesia naciente. Dada a luz la Iglesia en el nuevo encuentro del
Espíritu con María, el cuerpo de esa Iglesia que eran los Doce –todavía toscos y
miedosos-, recibieron aquel aliento exhalado
de la boca de Jesús (“Recibid el Espíritu Santo”) y el Espíritu se hizo “alma”
y surgieron los hombres nuevos que conocieron
a Dios con ese “conocimiento” que no es intelectual sino vital y afectivo
en todos los pueblos. Cuando el
relato de Pentecostés, en los Hech 2, 1-11 nos presenta a personas de 16
lugares, países y lenguas, que oyen hablar a los apóstoles y cada uno escucha
en su propia lengua, en realidad todos
los pueblos estaban recibiendo los efectos del Espíritu Santo.
El Espíritu congregó en la confesión de una misma fe a
los que el pecado había dividido en diversidad de lenguas. Es imposible
pasar por ese episodio de Pentecostés sin que el pensamiento de vaya a Babel.
En Babel, el pecado divide, deja sin poder entenderse. Cada cual habla “su
idioma”, vive su pecado egoísta y cada uno tira de la manta para sí y deja
pasando frío al de al lado.
Pentecostés
aúna, congrega a los mismos dispersos y pueden entenderse porque hay una sola
lengua para todos: la lengua de la fe, del amor recíproco, de saber ceder el
protagonismo, de considerar al otro más que a uno mismo. Son los efectos
propios de hablar lenguas nuevas, que ya había anunciado Jesús como
característica de la fe y el Bautismo con el Espíritu Santo.
Por eso, con esta efusión de gozo pascual, el mundo
entero se desborda de alegría. Una nota propia de la llegada del Espíritu de
Dios, porque Dios es alegre y su Espíritu comunica alegría. Todo lo contrario
del mal espíritu que pulula por el mundo, que siembra la vida de dolor y pena,
de tristeza y pesimismo. No podríamos imaginar a los coros celestiales, los ángeles y los arcángeles poniendo
endechas de muerte, sino cantando sin
cesar el himno de la gloria, el que resuena incesante en los cielos, y será
el cántico que nos llene a todos por una eternidad: Santo, Santo, Santo es el Señor,
Dios del universo.
Es el mismo Espíritu de Cristo, insuflado en los
apóstoles el día de Resurrección (Jn 20, 19-23), que les comunica lo que
Jesús había recibido del Padre, y –nada menos- que el poder en la tierra de perdonar pecados.
Es esa
manifestación “de andar por casa” que se produce en múltiples carismas
(1Co 12, 3-7, 12-13) a través de los cuales Dios expande sus gracias en las
personas para enriquecimiento de la vida de la Iglesia. Si nadie puede ni decir “Jesús es Señor” si no es por la gracia del
Espíritu Santo, tantísimas otras cosas buenas que reparte Dios en las
personas, no podían menos que venir como regalos y acciones santificadoras del
Espíritu Santo. Son dadas para el bien común, para el enriquecimiento de la
vida de la Iglesia. Cada miembro aporta una parte, y en el único Cuerpo, todos
los miembros salen beneficiados de esos dones que vienen de la Gracia de Dios,
¡el Espíritu Santo!
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