Dos despedidas
La coincidencia en las dos lecturas de hoy no es una
coincidencia de tema interno sino de situación externa: Pablo (en Hech 20,
17-27) y Jesús (en Jn 17, 1-11) están de despedida. Y también hay una
coincidencia en ambos –ya de vivencia más honda, que es la satisfacción con que
pueden mirar la vida que han vivido. Y no por placentera sino por haber ido
haciendo conforme a los planes que han ido viendo que Dios llevaba a cabo en
ellos. Pablo se siente satisfecho de cuanto ha ido desarrollando. E incluso
cuando ahora se despide, lo hace con la convicción de que es el Espíritu del
Señor quien lo conduce a Jerusalén…, y previendo ya que en Jerusalén le esperan
cárceles y luchas. Pero lo que a mí me
importa no es la vida sino completar el encargo que Dios me dio: ser testigo del Evangelio, que es gracia de
Dios.
Por su parte, Jesús –que está en el final de la sobremesa
de la Cena del Jueves santo, antes de padecer, vive también la satisfacción de
poder presentar LA VIDA ETERNA, que consiste en conocer al Padre y su enviado
Jesucristo. Y también Jesús experimenta el gozo de haber coronado la obra que el Padre le encomendó: He manifestado tu Nombre
a los hombres que me diste de en medio del mundo. Ya eran de Dios esos
hombres. Ahora han conocido
verdaderamente que Yo salí de ti.
Y el final es esa realidad de que esos hombres han de
desenvolverse en el mundo, aunque no siendo del mundo ni perteneciendo a él.
Pero ellos han de quedarse para continuar la obra de Jesús, mientras que Jesús
ha acabado su periplo en la tierra y marcha de nuevo con el Padre. Bien podría añadir
aquí Jesús que en esa “marcha” se encuentra en el camino con prisión y condena.
Pero se cumple su gran misión que ha sido la de dar a conocer al Padre, que es –como
decía Pablo- gracia de Dios.
María queda aquí. Podríamos decir que María no se despide.
A Ella le toca una labor de consolidación de toda esa obra. A Ella le toca ir
repartiendo esa gracia de Dios, para hacerla llegar a cada hijo. Ella es la
primera testigo del evangelio y ha quedado ahí para ir acogiendo a cada uno y
que cada uno podamos sentirnos satisfechos de la vida que hemos vivido.
Primero, porque no vivimos peleados con la vida que se ha dado en nosotros. Y
segundo, porque -¡ojalá!- esa vida haya sido en cada uno un testimonio de
evangelio. Ahí está la labor de la Madre para habernos ido conduciendo.
Luego queda otra parte, que es lo que nos espera. No es que
nos imaginemos la vida como hecha de merengue sino que la afrontamos a
sabiendas de que en un cristiano de verdad va a ocupar una parte la realidad de
la cruz (cárceles y luchas; coronada la obra que me encomendaste, que dijo
Jesús cuando está a punto de padecer). María nos va sosteniendo en ese caminar
en el que hemos de enfrentar nuestro propio padecer, porque Jesús no nos saca
de este mundo…, y este mundo está haciéndose agresivo contra todo lo cristiano.
En él hemos de desenvolvernos, y no meramente “a la defensiva” sino con el
convencimiento de que hemos sido llamados a ser TESTIGOS. Y u testigo de Cristo
no se queda “mirando lo que hizo” sino metido allí en lo que Él hizo y tiene
que seguir haciendo a través de nosotros, sus discípulos.
María nos acompaña. No se despide. Está ahí al pie del cañón,
sosteniendo con el robusto brazo de MADRE cada paso que hemos de dar.
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