A los Padres y Hermanos de Portugal
El 28 de mayo de 1553 Ignacio dirigió a los Padres y
Hermanos de Portugal una carta excepcional en la que les explicó el modo de
vivir la Obediencia. Llegaban a Roma
noticias alarmantes de abandono de jesuitas, y aunque luego no resultó ser tan
numeroso, era la impresión que llegaba a Ignacio.
El P. Gonçalves de Cámara también escribió a Roma desde
Portugal, diciendo que se condescendía mucho con los súbditos, hasta el punto
de que los inferiores se hacían superiores.
En ese contexto se escribe esta carta, llamada “de la
Obediencia”. Desea el P. Ignacio que la obediencia sea la virtud característica
de la Compañía por los bienes que trae esta virtud. El principio fundamental es
ver a Cristo en el Superior, pues tiene
sus veces y autoridad, sin fijarse en lo bueno o lo deficiente de la
persona..
Hay grados de obediencia: de ejecución, que es la
obediencia de un cuartel. De voluntad, (querer hacer lo
mandado), que es el valor intrínseco de la obediencia. Es de tal valor que se
debe renunciar a otros actos virtuosos cuando no están avalados por la
obediencia. De entendimiento: Creer y aceptar que lo mandado es lo mejor.
Es necesaria para hacer una subordinación perfecta y preservarse de los errores
del amor propio, y quedar tranquilo el que obedece. Y es una obediencia
perfecta porque la persona inmola lo más propio suyo: su modo de pensar. Para
ello no sólo vale el obedecer sino encontrar razones a favor de lo mandado. Es
la que se llama “obediencia ciega” sin más inquirir el por qué, con docilidad
parecida al asentimiento de la fe.
No se opone a esa obediencia el presentar a los superiores
aquellas razones profundas que tiene el súbdito en contra de lo mandado, pero
con actitud de aceptación definitiva si se mantiene lo mandado.
La obediencia se extiende a los mismos superiores respecto
de los superiores mayores.
Vivir así el ejemplo de Cristo, y gozar de la recompensa
que lleva en sí la obediencia.
Liturgia:
Siguen las parábolas, aunque en un
formato más breve. Y las que hoy nos brinda la liturgia son las del grano de
mostaza y la de la levadura (Mt.11,31-35), dos ejemplos de que el Reino no es
propio de las masas sino que se verifica desde lo pequeño que tiene que irse desarrollando.
El grano de mostaza es la más pequeña de las semillas. Pero
sembrada, acaba creciendo y produciendo un arbusto en el que llegan a anidar
los pájaros. La Palabra es muy poca cosa en sí misma. Pero arraiga en el
corazón de la persona y crea una vida, y tal vida que acoge otras vidas, y así
se va contagiando y extendiendo. El Reino no está en las grandes
concentraciones, donde puede producirse un efecto de emoción exterior que no
cala dentro de los corazones. Por el contrario es el efecto de un “boca a boca”
(“la fe entra por el oído”, que nos dice San Pablo), que va arraigando de
corazón a corazón. Los pájaros vienen a
anidar en sus ramas.
La otra parábola es, si viene al caso, más “apostólica”.
Cada seguidor de Cristo tiene que ser levadura,
esa pizca que se mete en la masa y la hace esponjarse. El Reino requiere almas
apostólicas, cuya acción se hace contagiosa e influyente, de tal manera que
cada uno emprenda a otro y se vaya ampliando el círculo de los que reciben los
efectos de esa levadura.
Concluye el relato diciendo que Jesús no hablaba de otra
manera a las gentes que a base de parábolas. Era el gran pedagogo que se
acomoda a la capacidad de los oyentes, a la mentalidad de un pueblo tan dado a
la fantasía. Y así les iba inculcando las grandes verdades para que fueran
asimilando la nueva manera de entender la religión que, en definitiva, es el
modo de relacionarse el hombre con Dios. Jesús se ponía a la altura de las
gentes. No pretendía que las gentes del pueblo tuvieran que empinarse para
comprender las cosas de Dios. Era la verdad de Dios, expresada en lenguaje
comprensible, lo que Jesús pretendía llevar a las gentes.
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