Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
La liturgia de este domingo nos hace meditar sobre las
Bienaventuranzas (cfr Mt 5,1-12a), que abren el gran discurso llamado
“de la montaña”, la “carta magna” del Nuevo Testamento. Jesús manifiesta la
voluntad de Dios de conducir a los hombres a la felicidad. Este mensaje estaba
ya presente en la predicación de los profetas: Dios está cerca de los pobres y
de los oprimidos y les libera de los que les maltratan. Pero en esta
predicación, Jesús sigue un camino particular: comienza con el término
“bienaventurados”, es decir felices; prosigue con la indicación de la condición
para ser tales; y concluye haciendo una promesa. El motivo de las
bienaventuranzas, es decir de la felicidad, no está en la condición requerida
–“pobres de espíritu”, “afligidos”, “hambrientos de justicia”, “perseguidos”…–
sino en la sucesiva promesa, para acoger con fe como don de Dios. Se comienza
con las condiciones de dificultad para abrirse al don de Dios y acceder al
mundo nuevo, el “reino” anunciado por Jesús. No es un mecanismo automático,
sino un camino de vida de seguir al Señor, por el que la realidad de miseria y
aflicción es vista en una perspectiva nueva y experimentada según la conversión
que se lleva a cabo. No se es bienaventurado si no se es convertido, para poder
apreciar y vivir los dones de Dios.
Me detengo en la primera bienaventuranza: “Bienaventurados los
pobres en el espíritu, porque de ellos es el Reino de los cielos” (v. 4).
El pobre de espíritu es el que ha asumido los sentimientos y la actitud de esos
pobres que en su condición no se rebelan, pero saben que son humildes, dóciles,
dispuestos a la gracia de Dios. La felicidad de los pobres en espíritu tiene
una doble dimensión: en lo relacionado con los bienes y en lo relacionado con
Dios. Respecto a los bienes materiales esta pobreza de espíritu es sobriedad:
no necesariamente renuncia, sino capacidad de gustar lo esencial, de compartir;
capacidad de renovar cada día el estupor por la bondad de las cosas, sin
sobrecargarse en la opacidad del consumo voraz. Más tengo, más quiero; más
tengo, más quiero. Este es el consumo voraz y esto mata el alma. El
hombre y la mujer que hace esto, que tiene esta actitud, “más tengo, más
quiero”, no es feliz y no llegará a la felicidad. En lo relacionado con Dios es
alabanza y reconocimiento que el mundo es bendición y que en su origen está el
amor creador del Padre. Pero es también apertura a Él, docilidad a su señoría,
es Él el Señor, es Él el grande. No soy yo el grande porque tengo muchas cosas.
Es Él el que ha querido al mundo por todos los hombres, y los has querido para
que los hombres fueran felices.
El pobre en espíritu es el cristiano que no se fía de sí mismo,
de las riquezas materiales, no se obstina sobre las propias opiniones, sino que
escucha con respeto y se remite con gusto a las decisiones de los otros. Si en
nuestras comunidades hubiera más pobres de espíritu, ¡habría menos divisiones,
contrastes y polémicas! La humildad, como la caridad, es una virtud esencial
para la convivencia en las comunidades cristianas. Los pobres, en este sentido
evangélico, aparecen como aquellos que mantienen viva la meta del Reino de los
cielos, haciendo ver que esto viene anticipado como semilla en la comunidad
fraterna, que privilegia el compartir a la posesión. Esto quisiera subrayarlo:
privilegiar el compartir a la posesión. Siempre tener las manos y el corazón
así (el Papa hace un gesto de mano abierta), no así (gesto de puño cerrado).
Cuando el corazón está así (cerrado) es un corazón pequeño, ni siquiera sabe
cómo amar. Cuando el corazón está así (abierto) va sobre el camino del amor.
La Virgen María, modelo y primicia de los pobres en espíritu
porque es totalmente dócil a la voluntad del Señor, nos ayude a abandonarnos en
Dios, rico de misericordia, para que nos colme de sus dones, especialmente de
la abundancia de su perdón.
Después del ángelus, el Santo Padre ha añadido:
Queridos hermanos y hermanas,
¡Cómo veis han llegado los invasores, están aquí! (se refiere a
los niños de Acción Católica)
Se celebra hoy la Jornada mundial de los enfermos de lepra. Esta
enfermedad, aun estando en retroceso, está todavía entre las más temidas y golpea
a los más pobres y marginados. Es importante luchar contra esta enfermedad,
pero también contra las discriminaciones que esta genera. Animo a los que están
comprometidos en la asistencia y en la reinserción social de las personas
golpeadas por la lepra, a quienes aseguramos nuestra oración.
Os saludo con afecto a todos vosotros, venidos de distintas
parroquias de Italia y otros países, como también a las asociaciones y a los
grupos. En particular, saludo a los estudiantes de Murcia y Badajoz, y jóvenes
de Bilbao y los fieles de Castellón. Saludo a los peregrinos de Reggio
Calabria, Castelliri, y el grupo siciliano de la Asociación Nacional de Padres.
Quisiera también renovar mi cercanía a la población de Italia central que
todavía sufren las consecuencias del terremoto y de las difíciles condiciones
atmosféricas. Que no les falte a estos nuestros hermanos y hermanas el
constante apoyo de las instituciones y la solidaridad común. Y por favor, que
cualquier tipo de burocracia no les haga esperar y ulteriormente sufrir.
Me dirijo ahora a vosotros, chicos y chicas de Acción Católica,
de las parroquias y de las escuelas católicas de Roma. También este año,
acompañados por el cardenal vicario, habéis venido al finalizar la “Caravana de
la Paz”, cuyo eslogan es Rodeados de Paz. Bonito el eslogan. Gracias
por vuestra presencia y por vuestro generoso compromiso en el construir una
sociedad de paz. Escuchamos el mensaje que vuestros amigos, aquí junto a mí,
nos leerán.
[Lectura del mensaje]
Ahora se lanzan los globos, símbolo de paz.
Os deseo a todos un feliz domingo. Deseo paz, humildad,
compartir en vuestras familias. Por favor, no os olvidéis de rezar por mí.
¡Buen almuerzo y hasta pronto!
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