Liturgia
Dios no se olvida, ni puede olvidarse, de lo bueno que
hemos hecho (Heb 6, 10-20), trabajo y
amor que habéis demostrado sirviendo a los santos ahora igual que antes. Lo
que es deficiente, “se lo echa a las espaldas para no verlo más”. Creen algunos
que es que Dios “carga a sus espaldas” los males nuestros. No es eso. Lo que
hace Dios es ponerlo a “su espalda”, que es donde ya no se ve lo que hay
detrás. En cambio lo bueno lo tiene siempre presente, porque Dios es Dios de
vida y no de muerte. Lo que ahora toca es que cada uno demuestre el mismo empeño hasta el final (la perseverancia final) para que se cumpla vuestra esperanza.
Luego entra en una cuestión “jurídica” al estilo rabínico
para mostrar el valor de un juramento. Y todo ello va destinado a mostrar que Dios juró por sí mismo su promesa a Abrahán:
“Te llenaré de bendiciones y te multiplicaré abundantemente”. Abrahán lo
consiguió. Ahora somos nosotros los que hemos de cobrar ánimos y fuerza para vivir la esperanza que se nos ha ofrecido,
ancla segura y firme del alma que penetra más allá de la cortina…, que
llega hasta el mismo corazón de Jesucristo, el Sumo Sacerdote para siempre.
Es toda una invitación a vivir esperanzados en que esa
perseverancia final se va a dar en nosotros, porque nosotros seguimos en esa
línea de trabajo y amor sirviendo a los
santos (cumpliendo nuestro deber diario), y –sobre todo- por la fidelidad
de Dios que no falla a su promesa. Es la gran fuerza del poder de Dios. De ahí
que hoy haya una tendencia general a sustituir el término “todopoderoso” por el
de “misericordioso” en nuestra forma de expresarnos en nuestras oraciones.
[Desconozco si el nuevo Misal ha adoptado ya esas formas, aunque me temo que
esos “libros oficiales” no son sensibles al pensamiento extendido por la
pastoral católica. De todas formas no nos puede extrañar si los Sacerdotes empiezan
a fomentar esa expresión en sus celebraciones hacia el pueblo].
Llegamos a una “tercera etapa” (van siempre unidas) en que
se acosa a Jesús con el tema de lo ritual. Ya lo hemos visto en su banquete con
los publicanos en casa de Leví; ayer eran los extrañados de que los discípulos
de Jesús no ayunaban. Hoy son los fariseos los que salen al paso materialmente
de aquella expedición de Jesús con sus discípulos, en medio del campo (Mc. 2,
23-28) para afearle a Jesús “el trabajo” que aquellos hombres estaban
realizando en sábado, porque trituraban entre sus manos unas espigas arrancadas
al paso de un sembrado de trigo.
Jesús fue mucho más allá que una respuesta explicativa. Fue
a la base misma para demostrar que las leyes están sujetas al beneficio del
hombre y no son cárceles para no dejarle actuar. Y responde con un hecho real
acaecido a David, el venerado rey al que le tenían tan fuerte respeto y
devoción. Pues David y un grupo de los suyos, se encontró una vez exhausto tras
una escaramuza. Y teniendo necesidad de comer se dirigió al sacerdote Abiatar
para que les diera de comer. Pero Abiatar no tenía nada suyo para darles.
Solamente disponía de los panes presentados al Señor en el altar, y que habían
sido retirados aquel día para sustituirlos por los nuevos. La norma era que
sólo los sacerdotes podían comer de esos panes. Pero en las circunstancias
concretas aquellas, David considera que son buenos para alimentarse él y sus
hombres y comen, en efecto, aquellos panes.
¿Tenían aquellos fariseos, que les han atosigado en el
camino, alguna cosa que objetar a David?
Pues por la misma razón no tienen nada que objetar a los discípulos. Porque el sábado se hizo para el hombre (para
el servicio y descanso y bien del hombre) y
no el hombre para el sábado (hombres
esclavizados a unas normativas de los sábados).
Por ahí debe marchar todo sentido profundo de las “leyes”
religiosas: que sean un vehículo que ayuda y conduce y facilita. Nunca que sean
barrotes que impiden desenvolver el espíritu. Las “normas” religiosas van
orientadas al bien común: a que siguiendo una determinada manera de proceder,
no nos estorbemos ni impidamos unos a otros. Y nadie se impida, por causa de
“la norma” lo que el espíritu pide espontáneamente lo que es un bien superior.
La normativa debe hacer de “señalizador de camino”; no de pivotes en la
carretera para impedir el paso. Lo externo tiene el valor de la expresividad,
puesto que somos también materia. Pero quedarse solo en eso es privar a la
religión de su verdadero valor de relación personal con Dios.
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