31 oct.- “Voy, Señor”
Me
van impresionando los fines de mes. Es saber que he vivido un mes más. Un mes
de visitas del Señor. Y un mes de ausencias mías en esas mismas visitas. Hoy
celebramos los jesuitas a San Alonso Rodríguez, un Hermano (lego) de sencilla y
profunda santidad. Su “oficio” de Portero en nuestro Colegio de Mallorca, le
acuñó es frase que va en el título de hoy. Cada vez que sonaba la campana de la
puerta, el Hermano Alonso decía: “Voy,
Señor”. Un final de mes también invita a ese sentimiento y actitud.
Lc
13, 31-35 tiene mucha miga, no sólo en el momento sino en su “prolongación” en
la historia de cada cual. Debía estar la cosa mal en los mentideros populares,
cuando fueron los propios fariseos –nada adictos a Jesús- los que le
advirtieron de que se marchara porque Herodes quería matarlo.
Jesús
reaccionó con firmeza. Hablarle de Herodes era hablarle del asesinato de Juan
Bautista. Y no asesinó por una causa que, con razón o sin ella, pudiera
aducirse. Sino por la poca personalidad de Herodes, su bamboleo a lo que
apetecía, su carencia de criterio, su ebriedad y su espantosa decisión en medio
del vino, la fiesta y el erotismo de un vulgar pelele de los propios vicios y
de la adulación que le llegara, o de la venganza de una adúltera que no podía
ver a Juan porque Juan era hombre recio y fundado en la verdad. ¿Cómo definió
Jesús a ese Herodes, ese hombrecillo llevado por el vicio? Como zorro, raposa. Como ese modo de actuar
por lo bajo, a traición, con ventaja.
“Id y decidle a ese zorro que yo seguiré…” A pesar de todo, Jesús dice que hoy y mañana y pasado sigo curando enfermos
y expulsando demonios. No le tengo miedo, ni tiene poder para hacer lo que
piensa. [“Nadie ha muerto la víspera”, acaba de decir –en esas expresiones
lúcidas que le son tan propias- nuestra Papa]. Y Jesús responde igual. No va a
ser la amenaza del raposo lo que le
impida seguir su obra. Ningún profeta ha muerto fuera de Jerusalén… Y al llegar
aquí, Jesús siente el golpe doloroso de esa ciudad emblemática y representativa
de todo el pueblo de Israel. Y exclama con dolor profundo: “¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas y apedreas a los que
se te envían! ¡Cuántas veces he querido reunir
a tus hijos, como la gallina reúne a sus pollitos bajo sus añas! Pero no
habéis querido”. El dolor del corazón de Jesucristo se rezuma en ese hondo
suspiro de su alma. ¡eso sí que le llega!; no la amenaza de Herodes. “Jerusalén”, como símbolo, ha tenido la
oportunidad del abrazo y cobijo del amor de Dios, bajo esas alas extendidas por
Jesús… ¡Y no ha querido!
Consiguientemente, “vuestra casa
se os quedará desierta”.
No
se me pasa por alto el mucho dolor de Jesús. Con razón lloró una vez al ver la
ciudad desde el Monte de los Olivos. Es el rasgón de la madre que ve írsele de
la casa un hijo, cuando ella le ha dedicado su vida y su alma. Y Jesús continuó con una afirmación que puede
llevar doble recorrido: “Os digo que no
volveréis a verme hasta el día que exclaméis: ‘Bendito el que viene en nombre
del Señor’”.
Puede
venírsenos al pensamiento de cualquiera, el momento de aquella triunfal entrada
de Jesús en Jerusalén, en la misma semana en la que va a padecer: aquellos cantos
mesiánicos de los niños, aquel entusiasmo contagioso que vive de repente
aquella Ciudad.
¿Pero
no podrá ser algo mucho más fuerte ese “no volver a verlo”? ¿No podría
equivaler a esa otra situación de Jesús con su patria chica de Nazaret, cuando
salió de ella perseguido, y nunca más volvió allí? Porque ese momento en que
Israel vuelva a ver a Jesús y lo reconozca, puede de nuevo bifurcarse en dos
momentos posibles: uno, el día que Israel regrese sobre sus pasos, advierta su
tremendo error de haber dejado ir al Profeta, y –como Nínive hizo- Israel un
día se vista de saco y ceniza, desde las personas y sus dirigentes “hasta los
animales”- y acabe aclamando a Jesús como el Mesías (al que ellos habían
despreciado), con cantos de bienvenida: Bendito
el que viene en nombre del Señor.
Pienso
en otra situación…, y casi que ya la reflejo directamente sobre ese mundo
actual que marginado a Jesús Salvador…, que se ha convertido en Herodes que lo
querría matar y hacer desaparecer hasta su nombre y recuerdo. Pienso en un
mundo que se ha negado taxativamente a ser arropado por Jesús, que quería darle
calor y amor, como esa madre que abriga a sus hijos con su mismo manto… Ese
mundo que no ha querido. Y Jesús
hace esa terrible despedida: Ya no me veréis hasta que un día tengáis que ver y
reconocerme bendito que vino en nombre del Señor…, pero no quisisteis
entonces.
Es
lógico que haya acabado mi oración dejando allí a los fariseos que avisan, al
zorro que persigue, a aquella Jerusalén…, y me haya quedado muy callado orando
sobre la historia que muchas veces se repite. Lo que me importa no es lo que
entonces pasó sino sus repercusiones concretas y actuales en mí; a donde debe
llevarme esta oración, es a la necesidad de plantearme las cosas en primera
persona. Porque la ilusión de mi vida es poder gozar aclamando a Jesús, que
viene a mí en el nombre del Señor. Pero eso tiene ahora su “precio”. Y
me toca planteármelo con mucha fuerza
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