Liturgia
El texto del Génesis que tenemos delante (17,1.9-10.15-22)
es digno de encomio para manifestar “los caprichos” de Dios: cómo Dios sale por
encima de las leyes naturales el día que quiere mostrar que una obra es suya y
solamente suya. Viene prometiéndole a Abrán una descendencia más amplia que las
constelaciones e incontable como el polvo… Y tenía entonces Abrán 75 años. Pues
Dios aguarda más, lleva la situación al extremo hasta que parezca ya absurda la
promesa. Empieza por cambiar el nombre a Abrán, que en adelante se llamará
ABRAHÁN, lo que ya es una señal clara de que ha tomado Dios el caso por su
cuenta. Abrahán tiene ya 99 años. Saray, su esposa 90. También le cambia el
nombre por SARA. Y el matrimonio no tiene hijos. Ahora viene Dios y le dice que
un hijo nacido de ellos, va a ser el descendiente, y que eso lo toma Dios tan
en serio que va a ser un pacto perpetuo.
Abrahán llega a preguntarle a Dios si es posible que un
centenario pueda dar un hijo de una mujer de 90, y Dios se ratifica. Le da el
nombre de ese vástago, que se llamará ISAAC, y con él y sus descendientes haré
un pacto perpetuo. Quiere decir que todo va en la línea de lo sobrenatural, de
la iniciativa de Dios, y que –por tanto- sale adelante no por las fuerzas y
leyes naturales. Es Dios el autor de eso que va a suceder. Abrahán y Sara son
los instrumentos de los que Dios se vale, precisamente cuando los
“instrumentos” no serían válidos sin una directa y especial acción de Dios.
Paralelo a eso, que es el argumento principal, corre el
caso de Ismael, el hijo que Abrán tuvo con la esclava Agar, al que Dios no va a
dejar de bendecir también, pero en otra línea diferente. Isaac es origen del
pueblo que Dios se elige como propio. Ismael y sus descendientes, será
bendecido y multiplicado en un pueblo numeroso. Pero los ismaelitas irán por
otra historia diferente, mientras que Isaac será el comienzo del pueblo hebreo,
y origen de esa historia sagrada que desembocará en Jesucristo.
En el evangelio tenemos el caso más que conocido del leproso
que fue a Jesús y le hizo esa humilde y bella oración: Señor, si quieres, puedes curarme (8, 1-4). El leproso se atrevió a
acercarse a Jesús, aunque a cierta distancia, consciente de que él no podía
tomar contacto con nadie. Además Jesús caminaba rodeado de mucha gente, y el
leproso no podía osar acercarse más de lo que necesitaba para hacerse escuchar
en su petición.
La gente se retrajo. Los apóstoles rodearon a Jesús como
buscando protegerse. Y Jesús, contra todo pronóstico, dio unos pasos al frente
entre la admiración de los circundantes. Y
Jesús extendió la mano y tocó al leproso, y repitió en afirmativo la misma
oración que había hecho el enfermo: Quiero; queda limpio. Había
alrededor admiración y repulsa instintiva. Había tocado al leproso y con ello
él mismo se había hecho leproso (“impuro”), pensaba la gente.
Pero lo admirable fue que el leproso quedaba curado, y que
Jesús era fuente de sanación y no quedaba contagiado. Un murmullo de admiración
y extrañeza se corrió por entre el grupo de los seguidores, y un relax invadió
a los Doce.
El leproso estaba curado. Su piel había quedado sana. Pero
Jesús no se conforma con eso, ni el leproso debe conformarse con eso, pues
sigue constando en los libros como enfermo de lepra. Por eso Jesús le dice que
vaya a los sacerdotes para que ellos testifiquen la curación y pueda hacer vida
normal entre la gente.
Curiosamente –y como un estribillo que se repite varias
veces a lo largo de los evangelios- Jesús le indica: No se lo digas a nadie (sólo a los sacerdotes, para que conste la
curación), ¡Como si fuera posible que un hombre que estaba desahuciado de la
sociedad, pudiera callarse cuando se encuentra vuelto a la vida! Cuando ese
hombre se marchara de allí, no podía menos que ir publicando que estaba curado
y que Jesús lo había curado.
La enfermedad de la lepra es la que se ha comparado mucho
con el pecado, en parte porque es “una costra” sobre el alma del pecador, y en
parte porque la limpieza de esa “costra” tiene que realizarse a través del
sacerdote, el que Jesús ha puesto ahí para testificar el perdón. Si el
penitente fuera consciente del don que recibe, no podría callarse e iría
comunicando el gozo recibido de su perdón. Y a vivir la alegría de haber vuelto
a formar parte de la “sociedad” de los hijos de Dios, de la que tiene que tener
mucho cuidado de no volver a salir.
"No se lo digas a nadie". Es que Jesús tal vez como nos conoce bien, sabe que a veces hacemos justo lo contrario de lo que nos dice. ¿Entienden? Cuando no se trata de una enseñanza, Jesús o tenía un buen sentido del humor, o no daba puntada sin hilo...
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