El evangelio del día
Mt
18, 12-14.- Los
evangelios de Adviento no siguen un orden visible. En realidad son “atraídos” por las “primeras
Lecturas”, que expresan sentimientos del Pueblo que esperó al Salvador. EN CONCRETO hoy el Evangelio depende del
final de la 1ª L.: “como un pastor apacienta el rebaño..., lleva en brazos
los corderos...”
Hoy
podemos leer este evangelio así:
El
Mesías Salvador hará todo lo posible para que nadie se extravíe. Y teniendo en buenos pastos y en seguro a las
99 ovejas, se va a recoger a la que se extravía, a la que se separa del rebaño.
La
alegría del Cielo es que esa oveja vuelva al redil. Y como las otras ya estaban seguras, expresa
Dios su alegría grande por la vuelta de aquella que se perdía.
El
recuerdo de otro evangelio nos llevaría a otro sentido con diverso matiz:
Los
pequeñuelos son en el Evangelio ese “resto” que representa el grupito de los
necesitados de ayuda. Los “noventa y
nueve” (en otro lugar llamados “justos”), pueden ser los satisfechos de sí
mismos, los seguros de sí, los que se “bastan”... Representan a los fariseos, a los “santones”
cumplidores, que parecen estar seguros en su lugar de abundancia, sin ocuparse
de avanzar, de arrepentirse de sus fallos.
Jesús, sale en la búsqueda de la
ovejuela que siente necesidad de ayuda. Y esto es para ella EL ADVIENTO: el
encuentro con su Pastor. Y hay mucha más
alegría porque ese pequeñuelo se deja recoger, que por los 99 que no se creen
necesitados de ayuda.
Sigue la “historia” de Nazaret
[En “Quién es este”]
Cuando llegaron a
la casa, Joaquín –aunque disimulando- estaba en ascuas. Ana se fue derecho a él
y le dijo: Es necesario que hablemos. María se perdió
por algún rincón de la casa, y hablaron Joaquín y Ana: En efecto aquí hay
algo difícil de explicar. La Niña -no me cabe duda
(y tú, Joaquín, piensa igual)-, ha tenido una visita del Ángel de Dios. Casi
que coincide con lo que tú, en tu secreto interior, y yo –en el mío- habíamos
sospechado.
María no era
sospechosa de fantasías. Era clara como el manantial del pueblo. No era dada a
espiritualismos absurdos. Lo que nosotros hemos podido pensar
desde el principio iba por aquí, dijo Ana. Lo que nunca podremos explicarnos es
por qué a esa niña pobre, sin nada llamativo, en Nazaret…
Joaquín estaba de
acuerdo, pero…
El “pero” se lo
segó Ana antes de que lo pronunciara: Joaquín: no es eso
todo; hay más…, mucho más… Dios la ha visitado y Myriam está embarazada". Joaquín dio un
salto. Joaquín sintió el dolor del varón herido. Ana, con delicadeza de mujer y
de esposa, y con el cariño de madre, tocó en el hombro de Joaquín y le hizo
sentarse y serenarse, cuanto fuera posible. Es claro, Joaquín,
que tú tienes que hablar con ella. Ella te va a contar todo. Y aquí hay algo
tan inaudito, que necesitamos de inmensa prudencia. Porque, por si faltaba
algo…, José, el bueno de José…
Joaquín apenas
podía asimilar. Hundió su cabeza entre las manos. Ana se retiró. Había que
digerir mucho, y Joaquín necesitaba su tiempo. Joaquín permaneció así largo
rato… Pensó. Devanó su mente… Las ideas de mil tipos se le iban y se le venían…
¡Tenía que hablar con María…, pero qué difícil era aquello! Y con José ¿quién tendría que hablar?
Avanzaba la
mañana. Joaquín estaba serio. No disgustado. Ana le indicó a María que se fuera
a su padre. María, con aquellos ojos blancos de su inocencia, se llegó a su
padre y lo besó: “Buenos días, papá”. – Aquí estaba yo
queriendo hablar contigo. Tu madre ya me ha
dicho lo que sabe. Pero yo quiero que tú me cuentes. Y María se puso a
sus pies y le fue desgranando paso a paso lo que había ocurrido.
Joaquín estaba
entre admirado y lleno de extrañeza. Pero la mirada de su hija siempre estuvo
fija en él, y la verdad es que traslucía azul de cielo. Joaquín no podía dudar
de lo que ella le contaba, pero no alcanzaba a poder creer todo lo que le
decía. Joaquín sabía que Dios puede hacer eso y más. Pero le había tocado a
ellos y a ella que, de verdad, no eran nadie (pensaba él).
Cuando acabó María
su relato, Joaquín sólo pudo añadir una palabra: -“Myriam, hija. Y
ahora José ¿qué? ¿Qué se le puede decir? ¿Quién se lo dice? En realidad debo
ser yo quien afronte este paso. Me duele por él”. María no supo
hacer otra cosa que echarse a llorar. Quería ella mucho a José, y aquella
situación le desgarraba el alma.
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