Sanos y
enfermos
“Mirad que llegan días –oráculo del Señor-
en que enviaré hambre a la tierra: no
hambre de pan ni sed de agua, sino de escuchar la palabra del Señor”.
(Amós 8, 9-12). Sirva de pórtico a la reflexión de hoy, que nos trae la llamada
de Jesús a Mateo, narrada autobiográficamente.
Jesús
iba de camino, y vio a un hombre
llamado Mateo.
¿Era
la primera vez que lo veía? ¿No habría pasado Jesús muchas veces por aquel
mismo sitio? ¿No lo venía observando, viendo, muchas veces? Traigo a colación
aquel paseo del famoso escultor Miguel Ángel por aquella cantera de piedra, y
se quedó parado miran dio y remirando aquel bloque grande, y musitó: ¡Qué Moisés…! Los discípulos que lo
acompañaban se quedaron extrañados. ¡Aquello era sólo un peñasco! Y Miguel
Ángel les dijo con toda naturalidad: “Sólo
hay que quitarle lo que sobra”. Imagino a Jesús que aquel día se decidió ya
a tomar a Mateo el publicano para que estuviera con Él y con el grupo de sus
discípulos…; sólo habría que quitarle lo que le sobraba. Por eso aquel día
-¡sí, aquel preciso día!- vio a un
hombre llamado Mateo, sentado al mostrador de los impuestos, y le dijo: SÍGUEME.
El “del mostrador de los impuestos” era, evidentemente, un publicano. Por
tanto, mal visto, mal considerado, catalogado de “pecador” (pecador público,
que escandaliza con su negocio). Y a ESE, decidió Jesús llamarlo y , con toda
sencillez, quitarle lo que le sobra.
Mateo
era, en efecto, moldeable. No dudó un instante. Se admiró de que el Maestro
aquel, hombre reconocidamente religioso y bueno, se hubiera detenido ante él y
lo hubiera llamado tan contundentemente. Y Mateo dejó el mostrador como estaba,
le encargó a un compañero que ocupara aquel puesto…, y sin más preguntas,
siguió a Jesús. De inmediato fue acogido por los otros discípulos, y él se
sintió feliz. No sabía ni qué le pasaba, pero se le habían alegrado las
pajarillas… Había descubierto de pronto un horizonte. Y aunque aún no podía
distinguir nada en esa visión primera, sentía como que le habían nacido alas.
Se le abría un mundo diferente y que ya barruntaba que lo iba a hacer mucho más
feliz. ¿Y por qué a él? – Porque se
detuvieron en él los ojos de Jesús. Y reconocía que aquella mirada le había
subyugado. Jamás había sentido sobre sí una mirada así. ¡Estaba tan
acostumbrado a esas miradas torvas que lo condenaban sin remedio!
Mateo
marchó con el grupo. Jesús le habló. Le abrió algo de lo que había por delante.
Y Mateo, en esa confianza de saberse querido por sí mismo, se atrevió a decirle
a Jesús: A mí me gustaría dedicar el
dinero que he ganado en dar una comida de despedida a mis compañeros… Son
publicanos, la mayoría… Y Jesús le dijo con toda naturalidad: ¿Nos invitas?
Aquello acabó ganando el corazón de aquel hombre. ¿De modo que no sólo se había
fijado en él sino que aceptaba sentarse a la mesa con aquella ralea tan
despreciada popularmente? Y con un contento que le salía por los ojos, asintió
plenamente.
Y
organizó Mateo aquel banquete de su despedida en su propia casa. Publicanos,
pecadores…, estaban allí. Y allí estaba Jesús y sus discípulos. Y agazapados
por los rincones de aquellos convites en que cualquiera podía hacerse presente,
estaban los fariseos. Los invitados, todo gozosos y festivos. Los fariseos,
indignados, criticones, aguafiestas… Y por eso, a la primera de cambio,
metiendo baza contra el Maestro, pero con la zafiedad de ir en labor de zapa.
No se dirigen a Jesús; no le preguntan a Él, no van por derecho. Aprovechan a
los discípulos para lanzar su pregunta capciosa: ¿Cómo es que vuestro Maestro come con publicanos y pecadores?
Lo
había oído Jesús. Y Jesús respondió: No
tienen necesidad de médico los sanos sino los enfermos. Con vosotros no
tengo nada que compartir: sois los sanos, los que nunca os equivocáis, los
santos, los que siempre tenéis una justificación de vuestros defectos, los que
veis con el ojo malo de vuestra mala intención. Vosotros sois los “sanos”, los “justos”,
los que de nada os tenéis que arrepentir…, los que no necesitáis cambiar. Los
que vais de perfectos por la vida, juzgándolo todo, poniendo un “pero” a todo,
los que le llamáis la atención a cualquiera, los que no veis la viga de vuestro
ojo…, que nos os dejáis enseñar por nadie… Por eso, con vosotros no tengo nada
que ver; no tengo nada que hacer. Con los enfermos, sí. Con vosotros “sanos y orondos
(de soberbia y pavoneo de pavo real)”, nada.
“Andad y aprended lo que significa: Misericordia quiero y no sacrificios”.
A ver si alguna vez os enteráis que os habéis constituido en “justos” y que eso
os aleja de vuestra verdadera verdad. A ver si alguna vez os sentís pecadores,
y me tendréis también a mí junto a vosotros.
Y
Jesús siguió feliz en aquel banquete donde LOS PECADORES podían sentirse “en
casa” junto a Jesús.
San
Ignacio nos sitúa en los Ejercicios ante unos cuadros imponentes: los ángeles
soberbios que –siendo ángeles- se convirtieron en demonios, por su soberbia. A
Adán y Eva, -creación de una humanidad en un Paraíso de Dios-, que pretendieron
ser como dioses, y se convirtieron en
malos y hasta asesinos y enloquecidos (Babel). Y el cuadro final de quienes –personas
iguales a nosotros- se sitúan al margen de Dios. Y acaban perdiendo a Dios. Y a
continuación Ignacio dice: ¿y yo, qué soy, cómo soy?
Hay un gran peligro. El que se cree religioso, serio y cumplidor, y miembro de una élite de personas que se sienten por encima del otro, critica, juzga y condena al que "aparentemente" se encuentra alejado o fuera de ese "grupo". A lo mejor ese alejado que encuentras en las periferias se encuentra más cerca del Reino de Dios. Jesús se acercó al de la periferia, se acercó a Mateo, y sorprendió a los "religiosos". Conclusión: Al acercarme a comulgar: ¿me acordé de situarme correctamente delante de Dios? ¿O lo hice vestido de pavo real, ya acostumbrado a la rutina de que lo he hecho tantas veces, que ya la historia no va conmigo, y eso es para otros", contestando con los labios pero no con el corazón? ¿O cuando estoy en la Iglesia, y el sacerdote habla, yo tan sólo escucho como el que escucha un disco que ha puesto mil veces?
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