En el pecho de
Jesús
Isaías
vivía la deportación del pueblo judío a Babilonia. Ayer nos mostraba la
realidad de un pueblo que perdía en sus valores entre las costumbres paganas, y
se volvía un pueblo despreciable. Lo describe hoy con una imagen muy
significativa: Estamos como la preñada
que se retuerce mientras está dando a luz… Y luego parimos viento… [La
imagen es un enorme grito de realidades muy penosas, muy digno de pensar]. Pero Isaías seguía siendo animador de
ese pueblo para levantarle los ánimos y las esperanzas. Hoy -26, 7-9, 12,
16-19- ha parado su mirada en Dios: Tú
allanas el sendero de este pueblo; te esperamos ansiando tu presencia. De noche
sueño…, de madrugada te busco…, porque tú eres recto y bondadoso, y nos darás
paz. Todas nuestras empresas nos las realizas tú. En el peligro acudimos a ti.
Por eso sabemos que hasta los muertos vivirán.
El
Evangelio es el néctar de toda la vida y la acción de Jesús: Mt. 11, 28-30. Muy
breve y muy denso. Y muy para pensar sin quedarse en meras expresiones. Jesús
sabe muy bien la realidad del sufrimiento. Sabe de un pueblo aprisionado por
unos y otros que aplastan, atosigan… Y Jesús dice entonces: Venid
a mí. Primera palabra es una llamada, una cordial invitación. Pero HAY
QUE IR. No se trata de esperar llorando a que vengan las soluciones llovidas
del Cielo. “Venid a mí” suponen un
hacer camina hacia…, un salir de… para ir
a… Aquello de San Agustín: “Dios que te creó sin ti, no te salvará sin ti”.
El dicho popular lo traduce: “A Dios rogando y con el mazo dando”. HAY QUE IR. La invitación y llamada está hecha.
Pero hay que ponerse en movimiento.
Llama
a todos
los los que estáis cansados y agobiados. Por supuesto que pueden acudir
cualesquiera que lo deseen: las puertas están abiertas. Pero la llamada
peculiar ahora es a los cansados y
agobiados, los que se sienten aplastados por el peso de sus sufrimientos de
cualquier clase. Los que creen ya no poder más, y estar al borde de la
desesperanza. Esos que están en el hundimiento de su ser.
Y Yo
os aliviaré. ¡Ojo! Que Jesús no ha dicho que va a hacer un milagro de
prestidigitación para que todo cambie como quitado con la mano. Dice: que yo os aliviaré. Se me viene a la
imaginación el niño que viene “destrozado” por alguna causa (¡tantas veces
nimia, pero que al niño se le hace insoportable!) y acude a su madre como
salvación y solución. La madre no se limita a seguir haciendo lo que hacía y
dejar al niño lloroso que pretende meterse entre sus piernas buscando una
protección. La madre deja la labor, y toma al niño en brazos, lo eleva hasta su
pecho y lo acurruca allí, donde el niño halla ese “hueco milagroso” entre el
pecho y el brazo de su madre, y allí hunde su cabecita, sus ojos llorosos, y
¡allí se le acaban todas sus penas! Realmente la madre no ha entrado siquiera
en qué le causó aquel “dolor” a su hijo. No le ha resuelto la causa de su pena.
Sólo le ha acogido maternalmente…, le ha
aliviado…, no le ha quitado lo que le agobiaba.
Jesús
promete aliviar; no promete “quitar”.
No podemos pretender que Jesús sea una caja de Pandora que tiene la solución
automática que resuelve todo problema. No se le ocurre decir que “ya no hay pesos
en la vida”. Lo que hace es “distribuir” el peso: cargad con mi yugo… Sigue
el peso; siguen los problemas…, siguen los sufrimientos. Lo que Jesús hace es
invitar a cargar su yugo, esa barra
rígida que se pone a costal sobre los hombros y el peso que agobia en una mano
se divide entre la derecha y la izquierda. “Ha aliviado”. No ha hecho el milagro
de que 50 kilos pesen 50 gramos. Ha enseñado a llevar 25 kilos a cada parte…
[Bueno: la realidad es que Jesús mete también el hombro…, y se queda el peso en
12’5…]. Es que soy hombre de corazón sencillo, humilde (que ayuda a las pobres criaturas) y lleno de mansedumbre (paciencia, capacidad de espera, estímulo
para el momento siguiente…, sin pretender resolver el caso de una vez, sino con
esa humanidad que va haciendo poco a poco… O por mejor decir: que nos enseña a
ir haciendo poco a poco. Porque Jesús no nos quita el peso; nos invita a tomar su yugo, que es yugo suave y carga ligera.
Más
de una vez nos quejamos a Dios porque no nos dio la solución que queríamos. No
la dio ni la va a dar. Dios es mejor pedagogo y no quita “el peso”; enseña a
llevarlo, ayuda a hacerlo más llevadero. Y va a caminar con nosotros. Allí donde
ya creemos no poder más, aparece la mano misteriosa de Dios en la otra mano
visible de “otro alguien” que hace posible seguir caminando otro trecho…, sacar
fuerzas de flaqueza…, confiar que va a haber una luz en ese camino.
San
Ignacio aconseja seriamente –a la hora de discernir (y por tanto de valorar las
situaciones y plantear las soluciones)- que no se mantengan las angustias en el
silencio secreto de la persona. Que las comunique, que las consulte. Porque el
atribulado está en las peores condiciones para salir de su pozo. Claro: se debe
presuponer que no se limita a desahogar sus cuitas, sino a dejarse ayudar. Y la
mano amiga del que ha recibido la confidencia ha de ser tan acogedora como
exigente; tan cariñosa como sincera. Porque no se trata de poner paños
calientes sino de ayudar a la otra persona a superar su propio problema. Y hay
ocasiones en que no hay más remedio que usar el bisturí.
La imagen de F. Borboa, que ilustra esta entrada, está inspirada en una serie ["Acontecer"] de Ediciones Paulinas No está reprocucida tal cual; sólo busco la imagen en sí como ilustración al texto.
Me permito copiar el texto que me llegó con tal imagen (presupongo el permiso; no declaro el autor):"... una mano que sostiene,
ResponderEliminarun regazo que se ahueca para hacer sitio,
una cabeza que se hunde derrengada y confiada en ese Corazón que late fuerte,
una mano tuya que, puesta sobre tu criatura, la acoge,
y a la vez le da fuerza, le trasmite aceptación y cariño;
esa misma mano aprieta contra tu Corazón esa cabeza que se siente derrotada.
Tú, que te inclinas demostrando que, en ese momento eres todo para tu criatura, como si nada más hubiera en el universo...