Aterrizajes
Las
lecturas de hoy se pueden leer desde la estratosfera (en la que tantas veces
situamos la Palabra de Dios), y desde la realidad que estamos palpando y
viviendo en unas experiencias cotidianas. Desde la estratosfera, experimentaremos
hasta cierta repulsa a frases y contenidos. Desde los ojos abiertos, constataremos
que está hablando al hombre y mujer de hoy.
Dejemos
los espacios siderales, puesto que no vivimos en ellos, y apliquémonos a lo
constatable. ¿Nos resultaría muy raro que se diera Dios un paseo por nuestras
iglesias y constatara devociones y formas tan externas que no comprometen nada
la vida de la persona, mientras se da de lado lo esencial de una auténtica
Religión?
¿No
pensamos nosotros que muchas “promesas” (“mandas”) y formas extrañas de
expresar una fe, están dando en rostro a una sinceridad de fondo? ¿No diríamos
nosotros que flores y velas, rodillazos antes de comulgar o comulgando,
bastones de mando y fanatismos con una determinada imagen, no son Religión, no
cambian nada de la persona, y no pueden con ello estar agradando a Dios? ¿No
diríamos que se prescinde de los sacramentos mientras se cumplen muchos “ritos
externos” que no llegan a Dios?
Pues
exactamente eso ha sido el texto de Isaías (1, 11-17) que hemos tenido hoy. Que
tendría que estar en letras grandes en cada uno de los “centros de devociones”,
para advertir que lo que Dios quiere y a Dios le agrada está mucho más allá que
todo ese mundo de lo “religioso”,
porque no llega a ser cristiano, y dista del mismo evangelio. Lo que Dios
quiere es lavar las manos de malas
acciones, apartar de la vida las críticas, las violencias, el obrar mal… A
donde Dios nos llama es a obrar bien, a ser justos en nuestras
apreciaciones y actitudes, a defender y ayudar al que está necesitado de una mano
amiga, a tender una mano al débil.
Y
nos vamos al Evangelio ((Mt 10, 34-11, 1) y nos encontramos con la misma línea
realista en la que vive Jesús. Jesús ha venido a traer la paz. Eso es tan claro
como que sólo en la paz se halla a Dios. Pero muchos se hacen la idea de una paz
“a la bartola”; de hacer según sus apetencias, y que sean los demás quienes los
respeten y no los molesten. La paz del comodón: ¡que no le compliquen la
existencia! Y al lado tiene una esposa o un padre, o unos mayores, o unos hijos…,
que están sufriendo las consecuencias de ese egoísmo. Y Jesús levanta la voz
para advertir que no es esa la paz suya; que su paz supone hacer la guerra contra
esos desmanes. Que Jesús no se queda igual ante eso y que su PAZ supone
que en esa familia hay que luchar para que prevalezcan valores fundamentales. Y
eso va a acarrear “guerra”. Que Él lleva desde su infancia ese signo que divide, porque ante Él hay que
tomar postura. Y entonces se levanta esa situación real que se vive en tantas
familias, en las que hay una guerra establecida. Y no porque Jesús la crea,
sino porque de hecho tiene que darse entre el bien y el mal, el orden y el
desorden, lo inmoral y lo recto, el uso y el abuso, la tiranía y el equilibrio.
No
quisiera Jesús las cosas así, porque Jesús las querría establecidas en los
principios del Reino. Pero sabe que ahí donde se da la honradez y la carencia
de bases, no hay más remedio que el de saltar la chispa. ¡Y malo si no salta,
porque la verdad se camufla, el bien se oculta, ante el desorden se cede! Y
como a Jesús le gusta proponer las cosas en frases llamativas, expresa el primer mandamiento de la Ley en una
forma mujy curiosa: Quien quiere a su
padre o a su madre, a su hermano o hermana, a su hijo o hija, no es digno de mí. No ha dicho nada
que no esté en el primer mandamiento. Lo que ha hecho es expresarlo “a lo
pueblo”, a lo que llame la atención, y así se entienda lo que quiere expresar.
En otro lugar aumentará esa lista con el amarse
menos uno a sí mismo que a Jesús. Y es que es ahí donde radica el tema. En
el fondo tenemos la tentación de pretender una religión a medida, y cada uno a
su medida. Quien queda mal parado es el propio Dios, al que se le echan cuentas
para “rezar”, pero no para que “se meta en la vida de la persona”. Y Jesús está
diciendo: ahí hay una guerra que hay que librar, y Yo la pido a los que crean
en mí, porque lo que no se puede es ceder terreno ante tanta molicie y hasta
persecución de los principios evangélicos.
Y
a la par que parece ponerse “feroche” y estar creando hostilidades, su modo de
vida y su pensamiento son tan diferentes que pone de inmediato delante la
ternura de su alma para expresar la recompensa que lleva el simple hecho de ofrecer
en su nombre un vaso de agua fresca al sediento. En realidad esa es “su guerra”, la que va a la
bondad, a los detalles de delicadeza, de salida de sí mismo, para crear un
mundo de realidades profundas, esas que se reflejan en la vida de la persona y
en el beneficio de las personas. Lo mismo que Isaías: no quiero holocaustos, ni
grasa de cebones, ni dones vacíos, ni manos llenas de sangre… Quiero que
apartéis vuestras malas acciones y obréis bien.
San
Ignacio concluye sus Ejercicios diciendo que al amor se expresa en obras, y requiere reciprocidad. Dios ya se ha
volcado en esas obras, con creces, en realidades tangibles con cada cual. “La
guerra de Dios” es que nosotros seamos honrados para hacer obras de amor, en
correspondencia. Primero hacia el propio Dios. En concreto, entre nosotros,
para no engañarnos.
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