Pedagogía
oriental
Jeremías
fue llamado por Dios para que fuera “boca de Dios” ante aquel pueblo, un pueblo
tan testarudo que no era pronto a oír la voz de su Dios. Hoy Dios le dice a
Jeremías que grite, y que le diga a su pueblo que Dios ha hecho con ellos una HISTORIA
que era historia de salvación, y testigos
de ello serían los Patriarcas y las grandes gestas de Dios para liberar a sus
gentes de la esclavitud de Egipto.
Dios
recuerda aquel amor primero, como de novia, cuando atravesaron el desierto, ese
lugar inhóspito por el que Dios quiso conducirlo –Israel era sagrada para el
Señor- para apegar al pueblo más a Él. Y los condujo hacia un país de huertos y
frutales. El resultado, al cabo de los siglos era que ese pueblo profanó la
tierra sagrada que el Señor, su Dios, le había otorgado. Los sacerdotes no cumplían
su misión; los doctores no llevaban el alimento de las Escrituras Santas… y –lo
peor de todo-no reconocieron la voz del Señor.
Concluye
Dios con una expresiva afirmación: Yo os puse ante fuentes de aguas vivas;
vosotros habéis llevado el agua aljibes agrietados, en los que ni el agua se renueva,
y ni siquiera se conserva.
Ya
puede verse que la manera de dirigirse Dios al pueblo ya encerrando “figuras”
plásticas, porque de otra manera el pueblo no entendería.
Exactamente
es lo que Jesús explica hoy a sus apóstoles, que le han preguntado por qué
habla en parábolas a la gente. Y Jesús les responde: porque es la única manera
de que se entiendan las cosas que les quiero trasmitir. Y les pone delante los
dichos de Isaías: viendo no ven, oyendo
no escuchan ni entienden, porque está embotado su corazón. La parábola es
un cuentecillo, una historieta, una forma gráfica de exponer un tema. Por eso
les hablo en parábolas. No se quedarían con conceptos y explicaciones. La parábola
–cuando se le escucha- deja un “son” ahí dentro y así se puede rumiar sobre la
imagen y llegar a aprender lo que hay bajo su “cáscara”.
Yo
me pregunto muchas veces si el creyente de hoy –tan poco dado a la reflexión y
a la introspección aprende más con “un ejemplo” que con mil palabras. No me
refiero a lo que son gestos que impactan, aunque también podría uno
cuestionarse si queda algo al cabo de un tiempo, cuando la realidad es que se
vive tan vertiginosamente.
Me
refiero más al caso de si hoy día hay capacidad y “tiempo” para escuchar una
parábola y quedarse dando vueltas a su posible contenido. Me refiero a si hoy
no sucede que el vértigo con que se vive, dificulta ponerse a pensar qué podría haber bajo esa
comparación, esa anécdota, esa parábola, ese “cuentecillo”. Me refiero a la “incapacidad”
de reflexión que va quedando en una era de tecnologías que no dejan tiempo para
pensar…, o resuelven los problemas con sólo darle a una tecla. Me refiero a una
preponderancia tal de los audiovisuales que la mente se atrofia para poder
dejar tiempo a preguntarse si yo entro en tal grupo de “terreno” en que cae la
semilla…, o más fino todavía, si no será que divido al mundo en forma maniquea
y yo me sitúo en la zona del bien, sin plantearme siquiera que hay determinadas
materias y realidades mías alejadas de la moral y doctrina de Cristo, que en mí
rebotan, aunque luego sea yo de los “piadosos” de oración diaria…
Pero
he ahí el tema: ¿qué ORACIÓN?, ¿qué piedad? Porque estamos acostumbrados a una “piedad”
personal, individual…, en que “yo me siento bien”…, y luego –cuando dejo esa “zona”-
no aterriza mi vida en actitudes o compromisos tan concretos que manifiesten
que “he estado con el Señor”, que he dejado al Señor “estar conmigo”; que lo he
escuchado…, que Jesús no me ha dejado indiferente y que –en realidad- me ha
levantado los pies del suelo.
En
resumidas cuentas: ¿qué me ha quedado de esa oración…, de ese “destripar” la
parábola hasta encontrarle su llamada a mi interior?
Por
eso San Ignacio de Loyola no concibe una oración en la que, en el momento que
se acaba, se levanta uno y se va. ¡Ya ha hecho la oración! Ignacio pide siempre
unos minutos finales de “balance”: ¿cómo
ha sido esta oración?; ¿qué me ha dejado?; cómo he estado en ella?; ¿cómo he
dejado que me “toque” dentro?; ¿qué efectos se derivan de este rato de
oración?; ¿cómo se aplica en mi vida diaria?
Por
eso Ignacio pide en cada contemplación evangélica que haya un “reflectir”, que no significa “reflexionar”
en un plano “intelectual”, “racional”, sino un observar en qué dirección
aquella Palabra contemplada entra en mi
realidad presente.
Estamos
ante narraciones o “parábolas” que no se quedan en la distancia de una lectura
o una reflexión fría, sino en cómo me llegan a cuestionar a mí y repercutir en
mí como algo actual en mí. “Para que oyendo, oigamos; viendo veamos y
entendamos; para que nuestro corazón
no se quede embotado, cerrados nuestros ojos y duros de oído.
Y dichosos los que tenéis ojos para ver, oídos para oír…, aún
más allá de lo que entendieron los propios escritores sagrados.
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