Fiesta de la
TRANSFIGURACIÓN
Dos
veces leemos en el año el Evangelio de la transfiguración del Señor. Una, el 2º
domingo de cuaresma. Otra, en un día festivo para celebrar y gozar de ese momento
triunfal en la vida de Jesús. En Cuaresma
es un fogonazo que advierte de la seguridad de que el sacrificio, el paso por
la vida penitencial –que en realidad es la vida terrena- no se acaba en la
parte sufriente y penosa del “viernes santo” de cada creyente, sino que ya se
atisba una fuerte luz en el horizonte: es el anuncio seguro de que hay una resurrección tras el viernes de
dolor.
Hoy
estamos ante una celebración, todo fiesta, de un hecho excepcional de la vida
de Jesús. En realidad mantiene los componentes de lo anterior, pero acentúa la
celebración del hecho en sí.
Sobre
Simón –sobre todo- y sobre los discípulos pesaba como una losa el anuncio que
les había hecho Jesús de su padecer futuro y hasta su muerte violenta a manos
enemigas. No podía caberles en la cabeza
de pueblo judío que el Mesías –al que ellos esperaban como guerrero liberador
del poder invasor- podía ser apresado, maltratado, crucificado… Era dos
términos que se oponían entre sí en esa mentalidad. Para un judío de ese momento, el mesías era
el final de la opresión y el comienzo de la libertad y dominio sobre las
naciones. Y Jesús ha anunciado lo
contrario: que el Mesías va a padecer, va
a ser entregado, va a ser crucificado… No cabe eso en sus mentes.
Ocho días
después Jesús toda a Simón, Santiago y Juan y se los lleva a in monte muy alto.
Y nada más llegar, Jesús queda hecho un foco de luz y sus mismos ropajes
brillan llamativamente… Jesús se pone ante los suyos en un trasunto breve de su
realidad plena. Más aún: acuden a la “cita”
dos importantes personajes históricos de Israel: Moisés, el legislador; Elías
el trasmisor de la Palabra de Dios a su Pueblo.
Y los tres hablan de las cosas que
van a suceder en Jerusalén. Y en
Jerusalén va a suceder el sacrificio de Jesús. Brillo en sus vestidos,
luminosidad en su persona exterior…, pero sin olvidar que Jerusalén es una
etapa de su vida terrena.
Ya en la
culminación del hecho, Dios hace Presencia en la nube misteriosa que los
envuelve, como en tiempos de Moisés. Y de esa nube surge la voz de Dios –que oyeron
los tres discípulos-: Éste es mi hijo, el
escogido; escuchadle. Simón no cabía
dentro de sí y en el paroxismo de su emoción, propone a Jesús hacer tres chozas
para que se guarezcan Él, Moisés y Elías.
Simón ni piensa ahora en los tres compañeros discípulos. Con tal de
seguir en aquella dulzura, ellos no necesitan ni choza: ¡Es hermoso estar aquí!, expresa él.
Pero se “apagaron”
las luminosidades, desaparecieron del escenario Moisés y Elías. Y en el Tabor estaban solos Jesús, el de
siempre, y ellos 3. Así iniciaron el descenso.
Ya podían tener el cuadro completo, con sus claroscuros. San Mateo concluye brevemente, diciendo que
por el momento guardaron silencio y no contaron nada a nadie. Otro evangelista nos advierte que en la
bajada les dijo Jesús que “no digan nada de aquello hasta que el Hijo del hombre resucite
de entre los muertos”.
Caben
profundizaciones en detalles, que no son casuales. Uno, que el hecho se da en
un monte alto. Como los grandes momentos del Pueblo de Israel. La altura es lugar preferido por Dios para
sus grandes manifestaciones. Subir y
elevarse es ya un separarse del ruido, de las preocupaciones…, de lo que ocurre
en el llano, que aturde tantas veces. Es la necesidad que tiene el ser humano
de distanciarse algunas veces de “lo diario”, y dar ocasión a “otros aires más
puros”. Es una oportunidad mejor para
poder hacer a síntesis de “lo que ocurrirá
en Jerusalén” (la inevitable cruz de cada uno), y “lo hermoso que es estar en donde Dios se hace presente”. Es ocasión de descubrir y gozar otros “aires”
para salir de ese reptar de la vida, que nos ahoga. Es lugar de SILENCIO, y por tanto de la
posibilidad de escuchar a Dios. No es aislarse del “llano”, eludir la
realidad, sino ver con nueva luz y afrontar con nuevas fuerzas esa “bajada” que
tiene que producirse necesariamente.
Es lo que
Jesús repitió de una u otra manera: Que
el Mesías tenía que padecer para entrar en su gloria. Que es ley de vida la lucha, pero que la
transfiguración nos hace mirar más a lo lejos, porque –siendo realidad lo
diario y penoso- siempre hay un desemboque luminoso y triunfal. Y si nos “elevamos
a la montaña alta” (si salimos de nuestras miras humanas), vamos a sobrellevar mucho
mejor el escándalo diario del sufrimiento, de la muerte, y aun del mismo
pecado. Por eso habrá una diferencia entre el creyente que se limita a “cumplir”
(aunque sea muy fiel) pero no sube a esa montaña…, y el que sabe elevarse un
rato siquiera a lo largo del día para quedarse a solas con Dios, frente a
frente, de amigo a amigo… Y como Dios nos ha dejado su PRESENCIA, no ya en una
nube sino en Jesucristo, a quien debemos
escuchar, el secreto de nuestras transfiguraciones va a estar en la medida
que sintamos lo hermoso que es estar allí…, en ese “monte elevado”, en el
que se puede ESCUCHAR la voz de Dios…, y VER SOLAMENTE a Jesús. Jesús, el del día a día, el de su evangelio,
el que sufrirá y resucitará; el que se mete en cada corazón y siente y palpita
con él; el que todos podemos tener tan a la mano, el que a nosotros nos tiene
tan cogidos.
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