Liturgia:
La 1ª lectura (Is.41,13-20) es una
promesa abierta de Dios a cuidar de su pueblo y darle aquello de lo que ahora
carece, muy simbolizado en un elemento tan esencial como el agua. Utiliza
términos de suma delicadez y ternura hacia ese pueblo: No temas, yo mismo te auxilio; no temas, gusanito de Jacob, oruga de
Israel. Son términos que expresan la casi nulidad de aquel pueblo que no
puede salvarse a sí mismo. Y se presenta Dios a continuación como su salvador: Tu redentor es el santo de Israel.
A continuación presenta a ese pueblo dominando sobre los
pueblos vecinos que le humillaban, y emplea comparaciones muy significativas:
va a ser como un trillo que despedaza a los enemigos, y entonces se alegrará con el Señor, te gloriarás del
Santo de Israel. Yo, el Señor no abandonaré a Israel. Alumbraré ríos en las cumbres peladas; en medio de las vaguadas,
manantiales; transformaré el desierto en estanque; plantaré juntos
cipreses, olmos y alerces, para que vean, conozcan, reflexionen y aprendan de
una vez, que la mano del Señor lo ha hecho.
Una vez más el adviento es presentado como un cambio de
signo, cambio radical, porque la presencia de Dios realiza un mundo nuevo.
Toca, pues, abrirse a esa presencia. Eso es lo que busca este período
litúrgico, que nos advierte que la venida del Mesías al mundo ha de ser
transformadora.
El evangelio va a llevarnos a la figura de Juan Bautista
(Mt.11,11-15), el personaje céntrico del adviento, al que Jesús define como el
hombre más grande nacido hasta entonces. Eso sí: muy pequeño al lado del que ya
pertenece a la era de Jesucristo. En este “ahora” hay ya una necesidad de
esfuerzo porque sólo los esforzados entren en el Reino. Antes, fueron los
profetas y la ley, que acaban ya con la venida de Juan. Y Juan acaba con la
venida de Jesús. Ahí queda concretada esa venida en gloria del Hijo del hombre.
Recordemos la predicación del Bautista y su aplicación a
nuestras realidades personales: se trata de enderezar
caminos, porque hay realidades torcidas en nosotros. Y viene ya Jesús y hay
que estar mejor dispuestos. Allanados los
baches de nuestros defectos y
abajados los montes de nuestras soberbias. Todo lo cual necesitaría de
concreciones para no quedarse en frases y comparaciones. Si queremos que el
Señor entre en nosotros con su plenitud, nosotros hemos de disponernos a esa
llegada a nuestra vida diaria. Jesús tiene todavía algo que decirnos. Y ya
tiene valor que nos convenzamos de ello
De mi libro:
¿Quién es Este?
María se quedó
absorta. No tenía nada más que añadir. Lo había dicho todo. El cortejo divino
se retiró. En su seno quedó el Hijo de Dios. María no se movía. Como en
éxtasis. Y así hubiera seguido. No salía de su asombro, su emoción, su
perplejidad.
La voz de Ana, su
madre, la sacó de su silencio: Myriam:
está la comida en la mesa. Myriam ni sabía que era aquella hora. Acudió
casi como autómata… Su sentir estaba en otro lugar. Ana, que era madre,
advirtió que pasaba algo. Joaquín no dejó de advertir que Myriam traía un paso
leve. No diré vacilante pero no cabe duda que no era el de la niña viva de
todos los días. Se miraron Joaquín y Ana.
La madre preguntó
qué le pasaba… Joaquín, prudente, no dijo nada. María no sabía qué decir. ¿Y
qué iba a decir? Comieron como pudieron, pero María “estaba en otra órbita”.
Las miradas cómplices y silenciosas de sus padres entre sí, querían barruntar…
Pero no podían. Ana abordó el tema: Myriam,
hija, ¿qué te pasa? Y con dos perlas que afloraban a sus ojos Myriam
musitó: ahora no sé decirte, mamá.
Acabó la comida.
María ayudó como siempre. Joaquín no paraba de mirar de reojo.
Y luego, María
volvió a retirarse a desierto interior.
Aquel paréntesis
le había venido bien para volver más en sí. Y para encontrarse con unas
preguntas escalofriantes..: ¿qué podía decir?, ¿quién la podía creer? ¿A quién
decirlo? Y la pregunta que le heló el alma: ¿Y José? ¿Qué le digo yo a José,
ese muchacho enamorado hasta los huesos, y soñando con formar un hogar? ¿Cómo
podría creerme un varón israelita al que le digo yo, así como así, que estoy
encinta porque ha venido a mí el Espíritu Santo?
Eran muchas
preguntas sin imaginar cómo podían acogerse. Y bien sabía Ella que no eran
fáciles de acoger.
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