Liturgia:
Otra larga lectura del libro de
Daniel: 2,31-45. Daniel, dotado de poderes de interpretación de los sueños,
revela a Nabucodonosor el sentido del sueño que ha tenido. Y tras toda una
descripción de la estatua que ha visto, llega la conclusión, que es la que
verdaderamente importa: una piedra se
desprende sin intervención humana…, capaz de destruir toda la estatua
grandiosa. Y esa piedra llega a hacerse una montaña que ocupa toda la tierra.
La estatua representa todo un imperio que, a pesar de su
fuerza, no puede sobrevivir al choque de la piedra desprendida. Y por tanto nos
ha puesto esta revelación ante la realidad de que lo más poderoso de la tierra,
cae y se destruye mientras que “la piedra sin intervención humana” (está
refiriendo un valor sobrehumano, sobrenatural), permanece. Es todo el anuncio
mesiánico. Jesucristo sobrevive a los imperios, y se agranda ante los pueblos y
se hace esa montaña que abarca al mundo entero.
En el evangelio entramos en las descripciones escatológicas
que nos llevan al final del tiempo litúrgico y, por tanto, al anuncio del
momento final.
Lc 21.5-11 nos presenta el presagio de Jesús sobre el
templo y la ciudad de Jerusalén, símbolo y centro de Israel. Ante la admiración
de algunos al ver los adornos del templo, su belleza, la calidad de la piedra,
los exvotos, Jesús advierte que todo esto
que contempláis, llegará un día en que no quedará piedra sobre piedra; todo
será destruido. Naturalmente Jesús apunta a mucho más lejos que aquel
suceso. Ese desastre no es más que un signo de algo mucho más trágico, que es
el final de la vida, o quizás incluso el fin del mundo. Pero evidentemente no
hay afirmación sobre eso. Ante la pregunta de cuándo será eso y la señal de
que todo eso está para suceder, Jesús advierte en general los misterios que
hay alrededor. Y advierte que nadie os
engañe porque vendrán muchos usando mi nombre y diciendo: ‘Yo soy’, o ‘El
momento está cerca’. No os dejéis engañar; no vayáis tras los que dicen tal
cosa. Ni tengáis pánico, porque el final
no vendrá enseguida. Es decir: Jesús advierte de algo que sucederá pero no
dice nada en concreto, porque Jesús no tiene por qué saberlo.
Lo que sí hace es trazar un panorama duro de guerras y
males naturales: terremotos, epidemias, hambre, espantos y signos en el cielo.
Los hay que piensan que ya se están cumpliendo muchos de
esos anuncios. Los hay que no dan más crédito a ellos.
Yo, por supuesto, no voy a saber concretar más de lo que
hizo Jesús y, por tanto, todo está en el misterio. Pero no dejo de pensar la
ceguera de un mundo que está asistiendo a situaciones extremas de desastres
naturales y de tragedias inhumanas, y no se le ocurre pensar que la realidad de
este mundo se acaba. Se le acaba a los mafiosos, a los violentos, a los
abusadores de derechos de los pueblos y de las personas. Se le acaba a los
políticos corruptos, a los violadores de los derechos humanos, a los potentados
y tiranos, y que por mucho que pretendan alargar su agonía, su final está más
cerca de lo que parece. ¿Y qué se van a encontrar en su haber? Es verdad que
“el final no llega enseguida” como es igualmente verdad que llega. Y que lo que
va a quedar después de todo eso es lo que se haya hecho de bueno, de
constructivo, de creador de buenas sensaciones, de servicios prestados…
También se le acaba la vida a los que practican el bien,
los servidores de los demás, los que dan su vida a favor de los enfermos, de
los pobres, de los contagiosos, de los niños, de los indefensos… Pero para
ellos no es acabar. Para ellos es el comienzo de un reempezar al modo que dice
San Pablo: “En adelante me espera la corona de gloria merecida”. Y no hay
espanto que les aterre, salvo el espanto de la malicia de este mundo que no ha
sabido aprender de las lecciones que le dejo el Señor.
Quiera Dios abrir la mente y el corazón de este mundo
actual y que se encienda la lucecita que indique un cambio de tendencia en ese
declive desastroso del mundo que se desliza cuesta abajo por el tobogán de la
indiferencia, la inconsciencia, la lujuria, el veneno del querer tener más, de
la desigualdad entre ricos y pobres, entre varones y mujeres. Y que sea el mal
el que vea que no le queda piedra sobre piedra, y que “la piedra desprendida
sin intervención humana” acabe siendo el Cristo triunfador sobre el imperio del
mal.
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