PRIMER VIERNES
Acto a las 5’30.- Málaga. En
el Salón.
HORA SANTA a las 7.- En la
iglesia
MADRE DE CRISTO
Al encontrarnos en el PRIMER VIERNES del mes de MAYO, MES
DE MARÍA, la reflexión del blog quiere unir estas dos realidades en esa relación
real que existió entre María y Jesús, esa relación materno-filial, por la que
ella fue inculcando en el Niño, en el adolescente y en el joven la ternura, la
delicadeza, la grandeza, la fe, la confianza en el Dios de Israel, al amor a
los semejantes, la mano tendida, el saber quedarse sin una merienda cuando
alguien la necesitaba más. María no fue solo la “Madre de Jesús” porque lo dio a
luz. Fue la madre que modeló un corazón y lo fue haciendo al modo de Dios, tal
como María lo había conocido y meditado tantas veces a través de sus maravillas
al paso de los siglos en el desenvolvimiento
del Pueblo de Dios. María enseñó a Jesús al Dios de las misericordias,
al Dios cercano y compasivo, al Dios mil veces perdonador, al Dios que acudía a
cada necesidad. María enseñó la belleza que tenía estar abiertos a Dios, a
conocer los secretos amorosos de un Dios que quiso hacer del pueblo hebreo “su
pueblo”, “la esposa fiel”, “el hijo
preferido”, “la viña cuidada”, “el rebaño” bajo sus delicadezas de Pastor… Y
Jesús fue asumiendo y adentrando cada una de aquellas realidades. Y él –de su parte-
le añadió un concepto que resultaba novedoso: Jesús lo experimentó y lo llamó:
PADRE. Y esa idea, casi inconcebible en el mundo judío, la hizo suya María. Y
el Jesús adulto y la Madre, tuvieron conversaciones sublimes que encendían
ambos corazones. María y Jesús se encontraron en las profundidades de una
oración en la que sobrevolaba el pensamiento de un Dios bueno, al que se
dirigían ambas barcas con el alma puesta en el horizonte, en donde tan
fácilmente se encontraban madre e Hijo y se comunicaban las más hermosas
experiencias. Jesús había aprendido de María. María aprendió de Jesús. En un
Primer Viernes de Mayo, al Corazón de Jesús hay que hallarlo junto al Corazón
de María.
Ya decía yo ayer que la crisis brotó de aquella última
afirmación de Jesús: El pan que yo daré
es mi carne para la vida del mundo. Era una afirmación muy fuerte. Había
que “comer su carne y beber su sangre”…, y esa idea repugnaba, se salía de los
límites de una enseñanza espiritual. Hasta allí habían aguantado los oyentes.
Al llegar aquí (Jn 6,53-58) ya se
rebelan y se preguntan con extrañeza y repulsa: ¿Cómo puede éste darnos a comer su carne? Y se está preparando la
ruptura. Pero Jesús sigue ahondando, horadando, y poniendo las cosas cada vez
más “claras” y a la vez más difíciles: Os
aseguro que si no coméis la carne del Hijo el hombre y no bebéis su sangre, no
tenéis vida en vosotros. Algo que para nosotros es de una evidencia y de
una facilidad de comprensión “de andar por casa”, porque ya “nos la ha
traducido” en el misterio de la Eucaristía. Pero para aquellos judíos…, para
aquellos mismos apóstoles, ¿qué podían entender de aquellas afirmaciones así
dichas y así oídas?
El que come mi carne
y bebe mi sangre tiene vida eterna y yo lo resucitaré en el último día. Mi
carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne
y bebe mi sangre, habita en mí y yo en él. Imaginen que alguien les llega
diciendo unas cosas así. Lo más fácil es tomarlo a broma. Pero Jesús no lo
decía en son de broma. Entonces aquel hombre estaba loco de remate. Y cuando
menos era un iluminado que estaba diciendo sandeces… ¿Cómo iba a dar a comer su
carne y a beber su sangre? Pues acabará diciendo Jesús, afirmándose en sus
dichos: el que me come, vivirá por mí;
éste es el pan que ha bajado del cielo, no como el de vuestros padres, que
comieron el maná y murieron: el que come
este pan, vivirá para siempre.
Celebramos nosotros la
verdad de aquellas palabras. Nos emociona la realidad de aquella promesa que
para nosotros ya es un hecho. Participamos de la Eucaristía como el HECHO REAL
en que todo aquello se ha plasmado. Y damos gracias a Dios porque vemos ya
realizado lo que aquellas gentes tuvieron que recibir con escándalo, porque aún
no se le había revelado el misterio sublime del Jueves Santo.
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