Causa de nuestra alegría
La Virgen María es causa de nuestra alegría. La gran
alegría del católico es vivir en unión a Jesús, gozar de su vida y ejemplo y
participar de su resurrección. Evidente es que María es la persona que más ha
vivido cada momento de esos, y que el gozo de María era el gozo de Jesús. A
María no la podemos imaginar nunca sumida en la tristeza. Que sufrió, y mucho,
y que no hay dolor como mi dolor, es
verdad. Pero nunca fue la tristeza que hunde y el dolor que aplasta. Hasta en
el momento de la cruz, se nos dice expresamente que estaba de pie. Permanecía erguida. Hecha polvo en sus sentimientos
y abierta a Dios en su alma.
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María hace mucha falta en el mundo de hoy. ¿No observamos
en las gentes –y en nosotros mismos- un entrecejo que da a conocer que nos
falta la alegría? ¿No observamos por la calle que las personas van ensimismadas
en sus preocupaciones y que falta la alegría contagiosa del saludo, del pararse
a conversar con el conocido? ¿No nos da envidia cuando observamos a unos
jóvenes sanos que ríen abiertamente o dibujan unas facciones de satisfacción?
Yo confieso que me causan mucha envidia (en el sentido vulgar de la palabra:
que echo de menos reír, sonreír, llevar las comisuras de los labios más cerca
de las orejas). Es una envidia que no desdeña esa alegría de otros, y que
quisiera ver de pronto cambiarse el mundo por la alegría que se rezumara de
todos los semblantes.
Echo de menos saber mirarme en el espejo de María y que
María pudiera verse reflejada en mi sonrisa abierta y franca. Echo de menos
reír siquiera una vez al día, pero con una risa natural y placentera.
Luego hay una realidad: que tras un rostro serio bullen las
pajarillas de la alegría interna, esa que deja dormir a pierna suelta y que
vive el momento a momento con un gozo profundo. Una realidad que disfruta como
ese niño que ve a su madre, y que nosotros podemos imitarlo parando nuestros
ojos en la candidez sublime de la Mujer más alegre, que –desde el Cielo- nos
está sosteniendo en sus brazos, en los que podemos sentirnos partícipes de su
maravillosa alegría.
Jn 15,9-11: Como el Padre me ha amado, así os he amado
yo. Solemne comienzo del evangelio de hoy. Sublime realidad que no
sabemos ni barruntar, porque tendríamos que saber captar cuál es el amor del
Padre a Jesús. No lo podemos ni imaginar. Pero en esas dimensiones infinitas,
cabe “comprender” cuál es el calibre del amor de Jesús a nosotros.
Permaneced en mi amor. Otra inmensa afirmación, auténticamente
mística. “Permanecer EN” equivale a la unión substancial que adquiere el
injerto en el tronco en que es injertado. Por tanto: tomando de su vida,
participando de su fuerza, acabando por formar una unidad con el tronco
principal. Y con esa maravilla que supone que el tal tronco acaba
manifestándose variado en cada injerto. El injerto expresa el modo concreto en
que el tocón esencial sale hacia la vida y se comunica con el resto. Al final,
resulta que la imagen que el mundo adquiere de Dios y de Cristo es la imagen
que da el injerto…, el permanecer EN
el amor de Dios y expandirlo por doquier, de manera que lo que queda a la vista
del pueblo es el “fruto” que el injerto produce.
Y, como venido a pelo, concluye este breve evangelio con
una exhortación a la alegría: Os he
hablado de esto para que mi alegría estén vosotros, y vuestra alegría llegue a plenitud.
Hoy resulta difícil definir el AMOR. La gente , mucha gente, confunde el amor co el deseo o la posesión. Pero éste no es el AMOR del que nos habla el Evangelio; el "agape", el AMOR de donación que no espera ninguna recompensa en la tierra. Para amar así hay que estar injertados en Cristo, de lo contrario, no tenemos la fuerza necesaria. Sin embargo, hay que ejercitarse en la práctica de este amor que debe acompañarnos en todos los momentos de nuestra vida. Sería deseable que los esposos practicaran este tipo de amor, en la compañía de Cristo que es nuestro Amigo fiel que nunca falla, y que en la pequeña Iglesia doméstica, se practique "el agape" a fin de que nuestros hijos puedan conocer el amory, sobre todo definirlo.
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