«Muchos
otros signos, que no están escritos en este libro, hizo Jesús a la vista de los
discípulos» (Jn 20,30). El Evangelio es el libro de la misericordia de Dios,
para leer y releer, porque todo lo que Jesús ha dicho y hecho es expresión de
la misericordia del Padre.
Sin embargo, no todo fue escrito; el Evangelio de la
misericordia continúa siendo un libro abierto, donde se siguen escribiendo los
signos de los discípulos de Cristo, gestos concretos de amor, que son el mejor
testimonio de la misericordia. Todos estamos llamados a ser escritores vivos del
Evangelio, portadores de la Buena Noticia a todo hombre y mujer de hoy.
Lo podemos hacer realizando las obras de misericordia corporales
y espirituales, que son el estilo de vida del cristiano. Por medio de estos
gestos sencillos y fuertes, a veces hasta invisibles, podemos visitar a los
necesitados, llevándoles la ternura y el consuelo de Dios. Se sigue así aquello
que cumplió Jesús en el día de Pascua, cuando derramó en los corazones de los
discípulos temerosos la misericordia del Padre, el Espíritu Santo que perdona
los pecados y da la alegría.
Sin embargo, en el relato que hemos escuchado surge un contraste
evidente: por un lado, está el miedo de los discípulos que cierran las puertas
de la casa; por otro lado, el mandato misionero de parte de Jesús, que los
envía al mundo a llevar el anuncio del perdón. Este contraste puede
manifestarse también en nosotros, una lucha interior entre el corazón cerrado y
la llamada del amor a abrir las puertas cerradas y a salir, salir de nosotros
mismos.
Cristo, que por amor entró a través de las puertas cerradas del
pecado, de la muerte y del infierno, desea entrar también en cada uno para
abrir de par en par las puertas cerradas del corazón. Él, que con la
resurrección venció el miedo y el temor que nos aprisiona, quiere abrir
nuestras puertas cerradas y enviarnos. El camino que el Señor resucitado nos
indica es de una sola vía, va en una única dirección: salir de nosotros mismos,
para dar testimonio de la fuerza sanadora del amor que nos ha conquistado.
Vemos ante nosotros una humanidad continuamente herida y
temerosa, que tiene las cicatrices del dolor y de la incertidumbre. Ante el
sufrido grito de misericordia y de paz, escuchamos hoy la invitación
esperanzadora que Jesús dirige a cada uno: «Como el Padre me ha enviado, así
también os envío yo» (v. 21).
Toda enfermedad puede encontrar en la misericordia de Dios una
ayuda eficaz. De hecho, su misericordia no se queda lejos: desea salir al
encuentro de todas las pobrezas y liberar de tantas formas de esclavitud que
afligen a nuestro mundo. Quiere llegar a las heridas de cada uno, para
curarlas.
Ser apóstoles de misericordia significa tocar y acariciar sus
llagas, presentes también hoy en el cuerpo y en el alma de muchos hermanos y
hermanas suyos. Al curar estas heridas, confesamos a Jesús, lo hacemos presente
y vivo; permitimos a otros que toquen su misericordia y que lo reconozcan como
«Señor y Dios» (cf. v. 28), como hizo el apóstol Tomás.
Esta es la misión que se nos confía. Muchas personas piden ser
escuchadas y comprendidas. El Evangelio de la misericordia, para anunciarlo y
escribirlo en la vida, busca personas con el corazón paciente y abierto,
“buenos samaritanos” que conocen la compasión y el silencio ante el misterio
del hermano y de la hermana; pide siervos generosos y alegres que aman
gratuitamente sin pretender nada a cambio.
«Paz a vosotros” (v. 21): es el saludo que Cristo trae a sus
discípulos; es la misma paz, que esperan los hombres de nuestro tiempo. No es
una paz negociada, no es la suspensión de algo malo: es su paz, la paz que
procede del corazón del Resucitado, la paz que venció el pecado, la muerte y el
miedo.
Es la paz que no divide, sino que une; es la paz que no nos deja
solos, sino que nos hace sentir acogidos y amados; es la paz que permanece en el
dolor y hace florecer la esperanza. Esta paz, como en el día de Pascua, nace y
renace siempre desde el perdón de Dios, que disipa la inquietud del corazón.
Ser portadores de su paz: esta es la misión confiada a la
Iglesia en el día de Pascua. Hemos nacido en Cristo como instrumentos de
reconciliación, para llevar a todos el perdón del Padre, para revelar su rostro
de amor único en los signos de la misericordia.
En el Salmo responsorial se ha proclamado: «Su amor es para
siempre» (117/118,2). Es verdad, la misericordia de Dios es eterna; no termina,
no se agota, no se rinde ante la adversidad y no se cansa jamás. En este “para
siempre” encontramos consuelo en los momentos de prueba y de debilidad, porque
estamos seguros que Dios no nos abandona. Él permanece con nosotros para
siempre. Le agradecemos su amor tan inmenso, que no podemos comprender.
Pidamos la gracia de no cansarnos nunca de acudir a la
misericordia del Padre y de llevarla al mundo; pidamos ser nosotros mismos
misericordiosos, para difundir en todas partes la fuerza del Evangelio. Para
escribir esas páginas del Evangelio que el apóstol Juan no escribió».
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