La fidelidad
Dos
lecturas nos llevan hoy a un tema esencial de la vida del creyente ante Dios: la fidelidad. Los tres jóvenes hebreos [Daniel 3,
salpicados los versículos), deportados a Babilonia con su pueblo, a los que se les había distinguido mucho con
grandes favores del rey, y a quienes ahora se les acusa de no cumplir la orden
del rey de adorar su estatua y ofrecerle incienso como a un dios. Declaran que
sólo adoran al Dios de Israel. Y Nabucodonosor, encendido en rabia, manda
echarlos al horno de fuego donde perezcan abrasados. Más ocurre que el fuego no les roza ni les
chamusca. Cantan allá entre las lamas y –avisado
Nabucodonosor del extraño hecho- descubre que no sólo no han ardido sino que incluso hay entre ellos un nuevo
personaje que es sobrenatural. El rey manda sacarlos y reconoce que el Dios de
Israel es único y verdadero Dios. La
fidelidad de aquellos jóvenes –aun arrostrando la muerte, si les llegara- ha
hecho el milagro.
El
Juan 8, 31-42, lo que Jesús pone de manifiesto es la diferencia absoluta que
hay de ser fieles a Dios –Él hace lo que manda su Padre- a ser los que hacen su
propia voluntad…, sus conveniencias que van dictadas por el padre de la mentira,
del camuflaje…: “vuestro padre”. Los judíos se defienden con eso de que “nuestro
padre es Abrahán”, y Jesús les pone delante una prueba incontrovertible: “Si Abrahán
fuera vuestro padre, haríais lo que hizo Abrahán”. Abrahán vivió la fidelidad a Dios, Abrahán
fue libre de prejuicios, Abrahán vislumbró el día de la Promesa –Jesús- y
creyó. Y si Dios fuera vuestro Padre, me aceptaríais a Mí, porque yo salí de
Dios.
Han
cavado las manos de Jesús al madero horizontal.
El vástago vertical solía estar ya fijado y bien fijado al agujero
abierto en el suelo de la roca del calvario.
Quedaba el espantoso momento de izar aquel cuerpo péndulo –sólo cogido
por los clavos de los brazos- hasta el palo ya hincado al suelo. Y aunque es de suponer que para evitar el desagarro
sostuvieron el peso del cuerpo hasta que los pies pudieran apoyarse en el saliente
que para ello tenía la cruz, aquella operación era brutal. El cuerpo de Jesús quedó ahora “en su sitio”…,
pero había que clavar entre sí los dos palos…, que se cimbreaban de mala
manera, reproduciendo dolores sin cuento. Más luego, los clavos de los pies,
igualmente, moviéndose toda la cruz que golpeaba sobre el propio cuerpo… -las
propias llagas abiertas de la espalda- de Jesús. Era una barbarie. La cruz llevaba un sedil, un saliente a la altura de la entrepierna, para un mínimo
apoyo del cuerpo. Aunque el cuerpo, por ley normal, se venía hacia adelante por
su propio peso, y aunque los brazos estirazados brutalmente ya mantenían un
poco. Y aún quedaba, aunque fuera detalle menor, el golpe que fijaba a la
cabecera de la cruz la causa de la condena.
La de Jesús había sido –como una venganza infantil de Pilato- la de “Rey de los judíos”.
Acabó
aquella macabra acción, y –si se pudiera hablar así- fue un instante de “respiro”
del crucificado, aunque ahora empieza a jadear porque los músculos tensados del
pecho dificultan la respiración progresivamente.
Hay
que pensar que el que estaba crucificado preferiría morir ya, porque sabe
perfectamente que su final va a ser esa muerte…, pero la crucifixión no tocaba ningún
órgano vital, y la muerte era tan lenta como la de unos pulmones que llegan a
la asfixia lentamente. Entre dolores y
la dificultad de respirar el crucificado se sumía en un silencio…, en un –llamémoslo
así- un “retiro” que aísla en una
soledad sufriente. Jesús no tuvo ocasión
de ello. Por una parte, ya habían dejado
a los familiares de los ajusticiados acercarse al pie de sus respectivas
cruces. Por otra, uno de los malhechores
había ido amainando en sus protestas porque se había ido pasmando ante aquella
serna manera de Jesús, que hasta era capaz de pedir perdón para los que lo han puesto así, que hasta los
disculpaba…, y por otra era toda la grandeza en el dolor, toda la dignidad en
la humillación más tremenda. Y por si
faltaba algo, Dimas pudo leer sobre la cabeza de aquel extraño “malhechor” que
su causa era ser Rey…
Dimas
estuvo observando en medio de su propio dolor… Dimas supo también entrar en “retiro”…,
y llegó el momento en que hasta se enfrentó al otro crucificado que blasfemaba,
protestaba, ofendía a Jesús, y le hizo ver que mientras ellos padecían por sus
fechorías, aquel hombre ¿qué había hecho mal?
Y como el ajusticiado que se apoya en un moribundo, llega a dirigirse a
Jesús y pedirle reverentemente: Acuérdate
de mí, Señor, cuando estés en tu reino.
No podía Jesús tirar de sí. Su dolor
sobrepasaba lo soportable. Pero Jesús ha recibido como una bocanada de aire fresco
en medio de aquella fiebre abrasadora… Y Jesús se vuelve al malhechor (siempre
se le ha definido “ladrón”, y posiblemente
le cuadre muy bien ese “oficio”, porque está en su última hora y todavía sabe
robar…) y le dice unas palabras consoladoras y definitivas: Hoy mismo estarás conmigo en el Paraíso. “HOY MISMO”…: la muerte estaba cercana,
inmediata…, HOY. Y SE CONSUMÓ EL ROBO DE
SU VIDA POR PARTE DE Dimas…, la gran misericordia del REY otorgando su propio
Paraíso. Que aunque no podía tirar de
sí, todavía le quedó alma y grandeza para apuntalar el sufrimiento del otro.
Quisiera sentir lo que sientes,Señor,pero no es posible.Tu sensibilidad es más aguda que la mía.Viendote clavado en la Cruz comprendo que no sé sufrir.Me asusta tu capacidad de darlo todo sin reservas.
ResponderEliminar¿Qué sentiste Madre,al ver así a tu Hijo?.Te miro y no encuentro palabras para hablar de tu dolor.Aceptas todo sin vacilar.Es un nuevo "HÁGASE"en tu vida.