TRAS LA MUERTE
Podría
pensarse en sana lógica que cumplido el deseo de aquella masa, inoculada de
odio por los sacerdotes y jefes…, y tras los fenómenos de una naturaleza herida
en su Creador y Señor, pudiera darse fin a esta trágica realidad que ha vivido
Jesús, y de la que ahora queda el dolor de una Madre destrozada. Y que junto al dolor natural (que sobrepasa
todo otro sentimiento), también queda en el corazón de aquella madre la pena de
que ese hijo suyo pueda ser echado a la fosa de los malhechores. Ella no tiene
cómo darle sepultura…
Por
la ladera sube un grupo de hombres.
Soldados que traen orden superior. Dado que los crucificados no deben
permanecer esa tarde en la cruz, vienen a acelerar su muerte. A los
malhechores, que aún viven, con ese macabro rito de quebrarles las piernas para
que no puedan apoyarse para respirar. De
esa bárbara escena no se libra María y los amigos.
Ahora
vienen a Jesús. Quizás alguno de aquellos amigos les advierte a los soldados
que ya está muerto. Y sin venir a qué,
con una acción absurda e inhumana, uno de ellos toma su lanza con la mano
izquierda y asesta un golpe certero en el costado derecho de Jesús. Tan certero
que no tropieza con ninguna vértebra sino que llega derecho al mismo
corazón. La lanza dolió mucho en el
corazón de las otras personas, su Madre y sus amigos, precisamente por estúpida
e innecesaria, inhumana y cruel.
Pero
más arriba Dios estaba abriendo un venero de inmensa riqueza, un manantial de
vida… De aquel Corazón de Cristo brotó Sangre y Agua. Era lo último que
quedaba, y el agua sanguinolenta del pericardio dejaba constancia de que había
dado hasta la última gota. Así es el amor.
Pero
hay más: esa agua lava, limpia y consagra… Es agua bautismal para que con ella
podamos ser parte de Cristo por nuestra pertenencia a la Iglesia. La Sangre, esa fuente de Eucaristía
salvadora, que blanquea de los pecados y mana sin cesar a través de nuestra
participación activa en el Sacrificio de Jesús.
A
María le saltaba el alma… Cuando vio
subir otro grupo de hombres por aquella ladera, pensó qué le tocaba añadir a su
dolor. Pero aquellos eran dos amigos
ocultos de Jesús –ya primer fruto de su muerte redentora-que habían solicitado
de Pilato el permiso para sepultar el cadáver de Jesús. Pilato se extrañó que hubiera muerto tan
pronto (y seguramente por eso envió a aquellos anteriores soldados para
cerciorarse). Ahora pedían autorización
a Maria para realizar esa caritativa misión.
Se encendió en Ella una acción de gracias a Dios y a esos amigos, y
accedió sin dudarlo.
Desclavaron
el cuerpo ayudados de unas sábanas pasadas bajo los brazos para que el cuerpo
no se les viniera hacia adelante. Primero los pies, luego los brazos. Y
acabaron depositándolo en el regazo de María. Ahora es cuando Ella puede ver de
cerca el destrozo que han hecho en su Hijo.
Lo
tiene en su regazo. Se le vienen
recuerdos de aquella escena cuando Jesús era niño… ¡Qué terrible
diferencia! Hubieran querido los íntimos
evitarle aquel sufrimiento, pero bien evidente es que una Madre sufre con
especial sentido resignado y pacífico una situación así.
No
dio tiempo a lavar el Cuerpo de Jesús. La hora avanzaba y había que depositarlo
en el sepulcro…, el que precisamente se había hecho para sí José de Arimatea, y
que estaba a unos pasos de la Cruz.
Tomaron a Jesús y lo pusieron en una sábana grande, al efecto, que
cubría por detrás y por delante al cadáver. A Jesús no le llegó a cubrir los
pies por delante, porque Jesús debía ser de estatura especial. De momento lo trasladaban descubierto por la
parte delantera del cuerpo para poder llevar así los extremos entre José,
Nicodemo, el discípulo y alguna ayuda de las mujeres. Caminaba María detrás con
el alma hecha jirones.
Depositaron
el cuerpo en el lugar elevado al efecto en la segunda cámara; José lo roció con
la mirra y áloe que traía. No había lugar a más. Era evidente que aquello no
satisfacía a Magdalena y las otras mujeres, que hubieran deseado las honras
funerarias y los bálsamos propios de un enterramiento. No había tiempo para otra cosa. María dio su
último beso a Jesús. Salieron, y entre los varones rodaron la piedra de gran
tamaño que dejaba inaccesible el sepulcro.
Y
emprendieron el camino de regreso, pasando por delante de las tres cruces; los
malhechores –casi seguro-ya habían expirado. Nuevo vía crucis en el sentido contrario al antes recorrido. Ahora ya falta Jesús en esa vía. Pero también consuela que reposa después de
tanto como ha sufrido.
Acompañaron
a María hasta la casa donde se había tenido la última Cena. Todos los apóstoles, que estaban refugiados
allí, se pusieron en pie al ver llegar a la Madre dolorosa. Ella se retiró… Llevaba el dolor clavado en
su alma y necesitaba esa soledad que deja rienda suelta a los sentimientos, y
desahoga el corazón en la presencia del Dios misterioso que dejó que todo
aquello fuera así. Una vez más, María
daba su SÍ a Dios…, envuelta en el
misterio de lo inexplicable. Es lo
propio de la fe, de la verdadera fe. Y por eso es Dios la fuerza que sostiene y
el apoyo de quien no tiene apoyo. No hay una sola razón humana… No hay un solo
motivo humano de cosnuelo. Pero DIOS ES DIOS, y María cree en DIOS.
No sabemos dónde estaban los Apóstoles,aquella tarde,mientas dan sepultura a Jesús...Andarían perdidos,desorientados y confusos,sin rumbo fijo, llenos de tristeza.Acudirían a María.Ella los protegió con su fe,su esperanza y su amor a esta Iglesia naciente,débil y asustada.Así nació la Iglesia al abrigo de Nuetra Madre.Este sábado no fué para la Virgen un día triste.Su HIJO ha dejado de sufrir.ELLA aguarda serenamente el momento de la RESURRECCIÖN.
ResponderEliminarPadre Cantero.Qué bien describe usted el misterio de amor tan profundo que encierra la entrega gratuita e incondicional de Jesús por salvarnos.
ResponderEliminarMaría,su Madre y la nuestra,nos empuja con su ejemplo a vivir la Fe con todas sus consecuencias.
¡Gracias Padre por enriquecedora doctrina!