PROGRAMANDO EL VIAJE
A
la tarde de ese mismo día que había sido tan decisivo para José, volvió a la casa
de Joaquín. José, en la parte que a él le tocaba, estaba dispuesto a realizar ya
el proyecto de Dios, para llevar a María consigo y que se realizase la boda.
Joaquín
expresó ante Ana y María, lo que ya le había dicho en la difícil entrevista del
día anterior: que María había sabido –de parte de Dios- que una pariente ya
mayor, que vivía en las montañas de Judea- también había quedado embarazada. Y que María había pensado que esa comunicación
de Dios la llevaba a ella al deseo de poder echar una mano a esa prima (o
parentesco indeterminado) por ser mayor y embarazada, y que podría necesitar
una mayor ayuda. Y que siendo María tan
joven, pensaba que Dios podía haberle puesto delante una misión que ella sentía
podía realizar. Eran tres meses los que quedaban a Isabel, y tampoco era mucho
tiempo de espera para la boda, aunque tuviera esa dificultad de la ausencia. Evidentemente
Joaquín, Ana y María sabían que José tenía sus derechos adquiridos en la vida
de María, desde aquel anterior compromiso
y desposorio que había tenido lugar en tiempos anteriores.
José
era noble y era persona razonable. Comprendía que tan de Dios era la misión que
se le había encomendado a él, como la manifestación tenida por María. Y asentía plenamente. Además, le gustaba ese detalle de su
prometida esposa, que revelaba la finura de sus sentimientos.
Quedaba
ya que Joaquín, desde sus influencias y conocimientos, tratara en Cafarnaúm, el
centro comercial de la nación, quién y cómo podría hacerse responsable del
encargo de conducir a María hasta Jerusalén en alguna de las caravanas que partían
a diario desde Cafarnaúm hasta la Ciudad Santa, con sus productos, y los
viajeros que normalmente podrían tener que desplazarse, y tenían ese medio que
daba seguridad a tan lago viaje de más de 150 kilómetros. Pudo contactar con personas de garantía,
experimentadas en esas caravanas, y se convino precio, día y hora en que la
caravana avanzaría por la calzada real, y donde Joaquín y María esperarían en
la confluencia con el camino que unía a Nazaret con esa calzada principal, que
era columna vertebral de la vida de esa nación. La debían a los romanos, que
eran prácticos y avezados en estas realidades necesarias en la vida de un país.
Se
le comunicó a José. Él estaría también presente ese día y acompañaría a Joaquín
y a su esposa en ese camino desde el pueblo al camino real. Ana y María prepararon el hatillo que llevaría
María consigo, y algunas viandas que podría necesitar, aunque los gastos del
viaje y manutención los abonaría Joaquín al jefe de caravana en el momento del embarque.
Y así, al llegar ese momento, Ana los despidió con la emoción de esa ausencia y
el sentimiento contenido. Los tres partieron, Ana los siguió con la mirada
hasta que desaparecieron tras el primer recodo, sorbiendo esa lagrimita
incontrolable que se lleva siempre un momento como éste. Los tres siguieron su
camino; María mostraba su jovial alegría que compensaba esos otros sentimientos
de una despedida, y aguardaron en la encrucijada la llegada de la caravana.
No
tardó mucho en aparecer en el horizonte. Al llegar a la altura de nuestra
viejera, se detuvo la caravana, y bajó de una de las carretas un hombre con su
turbante a la cabeza, se dirigió a Joaquín, presentó “sus credenciales” como el
responsable de aquel encargo. Éste presentó también al jefe de caravana, a
quien Joaquín hizo el pago de los gastos correspondientes, y encargó con mucho énfasis
el cuidado de su hija –y prometida de aquel que les acompañaba, José-, para que
se le cuidara y protegiera hasta Jerusalén, y que desde alí tenían que seguir responsabilizados hasta que llegara
a su destino en las montañas de Judea. El del turbante condujo a María a la
carreta donde iban las mujeres. Quedó acomodada María, quien pronto se ganó la
buena acogida por su desparpajo y alegría. Se dio la orden de marcha y María y los que
quedaban en tierra se dieron ese emocionado adiós agitando sus manos y
disimulando el nudo en la garganta que supone esa ausencia y vacío que deja el
dejar “a la otra parte” un trozo del propio corazón.
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