09 de agosto de 2015 (ZENIT.org)
Como cada domingo, el papa Francisco rezó el Ángelus desde la
ventana de su estudio en el Palacio Apostólico, ante una multitud que le
atendía en la Plaza de San Pedro.
Dirigiéndose a los fieles y peregrinos venidos de todo el mundo,
que le acogieron con un largo y caluroso aplauso, el Pontífice les dijo:
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En este domingo prosigue la lectura del capítulo sexto del
Evangelio de Juan, donde Jesús, habiendo cumplido el gran milagro de la
multiplicación de los panes, explica a la gente el significado de aquel “signo”
(Jn 6,41-51).Como había hecho antes con la Samaritana, a partir de la
experiencia de la sed y del signo del agua, aquí Jesús parte de la experiencia
del hambre y del signo del pan, para revelarse e invitarnos a creer en Él.
La gente lo busca, la gente lo escucha, porque se ha quedado
entusiasmada con el milagro, ¡querían hacerlo rey! Pero cuando Jesús afirma que
el verdadero pan, donado por Dios, es Él mismo, muchos se escandalizan, no
comprenden, y comienzan a murmurar entre ellos: “De él --decían--, ¿no
conocemos a su padre y a su madre? ¿Cómo puede decir ahora: 'Yo he bajado del
cielo'? (Jn 6,42)”. Y comienzan a murmurar. Entonces Jesús responde: “Nadie
puede venir a mí, si no lo atrae el Padre que me envió”, y añade “el que cree,
tiene la vida eterna” (vv 44.47).
Nos sorprende, y nos hace reflexionar esta palabra del Señor:
“Nadie puede venir a mí, si no lo atrae el Padre”, “el que cree en mí, tiene la
vida eterna”. Nos hace reflexionar. Esta palabra introduce en la dinámica de la
fe, que es una relación: la relación entre la persona humana, todos nosotros, y
la persona de Jesús, donde el Padre juega un papel decisivo, y naturalmente,
también el Espíritu Santo, que está implícito aquí. No basta encontrar a Jesús
para creer en Él, no basta leer la Biblia, el Evangelio, eso es importante
¿eh?, pero no basta. No basta ni siquiera asistir a un milagro, como el de la
multiplicación de los panes. Muchas personas estuvieron en estrecho contacto
con Jesús y no le creyeron, es más, también lo despreciaron y condenaron. Y yo
me pregunto: ¿por qué, esto? ¿No fueron atraídos por el Padre? No, esto sucedió
porque su corazón estaba cerrado a la acción del Espíritu de Dios. Y si tú
tienes el corazón cerrado, la fe no entra. Dios Padre siempre nos atrae hacia
Jesús. Somos nosotros quienes abrimos nuestro corazón o lo cerramos.
En cambio la fe, que es como una semilla en lo profundo del
corazón, florece cuando nos dejamos “atraer” por el Padre hacia Jesús, y “vamos
a Él” con ánimo abierto, con corazón abierto, sin prejuicios; entonces
reconocemos en su rostro el rostro de Dios y en sus palabras la palabra de
Dios, porque el Espíritu Santo nos ha hecho entrar en la relación de amor y de
vida que hay entre Jesús y Dios Padre. Y ahí nosotros recibimos el don, el
regalo de la fe.
Entonces, con esta actitud de fe, podemos comprender el sentido
del “Pan de la vida” que Jesús nos dona, y que Él expresa así: “Yo soy el pan
vivo bajado del cielo. El que coma de este pan vivirá eternamente, y el pan que
yo daré es mi carne para la vida del mundo” (Jn 6,51). En Jesús, en su “carne”
--es decir, en su concreta humanidad-- está presente todo el amor de Dios, que
es el Espíritu Santo. Quien se deja atraer por este amor va hacia Jesús, y va
con fe, y recibe de Él la vida, la vida eterna.
Aquella que ha vivido esta experiencia en modo ejemplar es la
Virgen de Nazaret, María: la primera persona humana que ha creído en Dios
acogiendo la carne de Jesús. Aprendamos de Ella, nuestra Madre, la alegría y la
gratitud por el don de la fe. Un don que no es “privado”, un don que no es
“propiedad privada”, sino que es un don para compartir: es un don “para la vida
del mundo”.
Al término de estas palabras, el Santo Padre rezó la oración
mariana:
Angelus Domini nuntiavit Mariae...
Al concluir la plegaria, el Papa recordó a Hiroshima y Nagasaki en
el 70 aniversario del trágico suceso:
Queridos hermanos y hermanas,
Hace setenta años, el 6 y el 9 de agosto de 1945, sucedieron los
tremendos bombardeos atómicos en Hiroshima y Nagasaki. A distancia de tanto
tiempo, este trágico suceso suscita todavía horror y repulsión. Este se ha
convertido en el símbolo del ilimitado poder destructivo del hombre cuando hace
un uso equivocado del progreso de la ciencia y de la técnica, y constituye una
advertencia continua para la humanidad, para que repudie para siempre la guerra
y destierre las armas nucleares y toda arma de destrucción masiva. Esta triste
ocasión nos llama sobre todo a rezar y a comprometernos por la paz, para
difundir en el mundo una ética de fraternidad y un clima de serena convivencia
entre los pueblos. De cada tierra se eleve una única voz: ¡no a la guerra, no a
la violencia, sí al diálogo, sí a la paz! Con la guerra siempre se pierde. ¡El
único modo de vencer una guerra es no hacerla!
Además, el Pontífice manifestó su preocupación por la situación
que atraviesa El Salvador:
Sigo con viva preocupación las noticias que llegan desde El
Salvador, donde en los últimos tiempos se ha agravado la situación de la
población a causa de la carestía, de la crisis económica, de agudos contrastes
sociales y de la creciente violencia. Animo al querido pueblo salvadoreño a
perseverar unido en la esperanza, y exhorto a todos a rezar para que en la
tierra del beato Óscar Romero florezcan de nuevo la justicia y la paz.
A continuación llegó el turno de los saludos que tradicionalmente
realiza el Santo Padre:
Dirijo mi saludo a todos ustedes, romanos y peregrinos; en
especial a los jóvenes de Mason Vicentino, Villaraspa, Nova Milanese, Fossò,
Sandon, Ferrara, y a los monaguillos de Calcarelli.
Saludo a los motociclistas de San Zeno (Brescia), comprometidos a
favor de los niños hospitalizados en el Hospital Bambin Gesú.
Como de costumbre, el papa Francisco concluyó su intervención
diciendo:
Y a todos les deseo un buen domingo. Y por favor, no se olviden de
rezar por mí. ¡Buen almuerzo y hasta pronto!
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