04 de agosto de 2015 (ZENIT.org)
Publicamos a continuación el discurso completo del Papa a la
Peregrinación internacional de monaguillos
Queridos monaguillos
Agradezco vuestra presencia tan numerosa, que ha desafiado el sol romano de agosto.
Agradezco vuestra presencia tan numerosa, que ha desafiado el sol romano de agosto.
Agradezco al Obispo Nemet, vuestro Presidente, las palabras con
las que ha introducido este encuentro. Os habéis puesto en camino desde
diversos países para peregrinar a Roma, el lugar del martirio de los
apóstoles Pedro y Pablo. Es importante ver que la proximidad y la familiaridad
con Jesús en la Eucaristía sirviendo el altar se convierte también en una
oportunidad para abrirse a los demás, para caminar juntos, para marcarse metas
comprometidas y encontrar la fuerza para alcanzarlas. Es fuente de verdadera
alegría reconocerse pequeño y débil, pero saber que, con la ayuda de Jesús,
podemos ser revestidos de fuerza y emprender un gran viaje en la vida a su
lado.
También el profeta Isaías descubre esta verdad, a saber, que
Dios purifica sus intenciones, perdona sus pecados, sana su corazón y lo hace
idóneo para llevar a cabo una tarea importante, la de llevar al pueblo la
palabra de Dios, convirtiéndose en un instrumento de la presencia y de la
misericordia divina. Isaías descubre que, poniéndose confiadamente en manos
del Señor, toda su vida se transformará.
El pasaje bíblico que hemos escuchado nos habla precisamente de
esto. Isaías tiene una visión que le permite percibir la majestad del Señor,
pero, al mismo tiempo, le revela que él, aun revelándose, sigue estando muy
distante.
Isaías descubre con asombro que Dios es quien da el primer paso,
el primero en acercarse; se da cuenta de que la acción divina no se ve
obstaculizada por sus imperfecciones, que únicamente la benevolencia divina es
lo que le hace idóneo para la misión, transformándole en una persona
totalmente nueva y, por tanto, capaz de responder a su llamada y decir: «Aquí
estoy, mándame» (Is 6,8).
Hoy, vosotros sois más afortunados que el Profeta Isaías. En la
Eucaristía y en los demás sacramentos experimentáis la íntima cercanía de
Jesús, la dulzura y la eficacia de su presencia. No encontráis a Jesús en un
inalcanzable trono alto y elevado, sino en el pan y el vino eucarísticos, y su
palabra no hace vibrar las paredes, sino las fibras del corazón. Al igual que
Isaías, cada uno de vosotros descubre también que Dios, aunque en Jesús se
hace cercano y se inclina sobre vosotros con amor, sigue siendo siempre
inmensamente más grande y permanece más allá de nuestra capacidad de comprender
su íntima esencia. Como Isaías, también vosotros tenéis la experiencia de
que la iniciativa es siempre de Dios, porque es él quien os ha creado y
querido. Es él quien, en el bautismo, os ha hecho criaturas nuevas, y es
siempre él quien espera pacientemente la respuesta a su iniciativa y el que
ofrece el perdón a todo el que se lo pida con humildad.
Si no ponemos resistencia a su acción, él tocará nuestros
labios con la llama de su amor misericordioso, como lo hizo con el profeta
Isaías, y esto nos hará aptos para acogerlo y llevarlo a nuestros hermanos.
Como Isaías, también a nosotros se nos invita a no permanecer cerrados en
nosotros mismos, custodiando nuestra fe en un depósito subterráneo en el que
nos retiramos en los momentos difíciles. Estamos llamados más bien a
compartir la alegría de reconocerse elegidos y salvados por la misericordia de
Dios, a ser testigos de que la fe es capaz de dar un nuevo rumbo a nuestros
pasos, que ella nos hace libres y fuertes para estar disponibles y aptos para
la misión.
Qué bello es descubrir que la fe nos hace salir de nosotros
mismos, de nuestro aislamiento y que, precisamente rebosantes de la alegría de
ser amigos de Cristo, el Señor, nos mueve hacia los demás, convirtiéndonos
naturalmente en misioneros.
Vosotros, queridos monaguillos, cuanto más cerca estéis del
altar, tanto más os recordaréis de dialogar con Jesús en la oración
cotidiana, más os alimentaréis de la Palabra y del Cuerpo del Señor y
seréis más capaces de ir hacia el prójimo llevándole el don que habéis
recibido, dándole a su vez con entusiasmo la alegría que se os ha dado.
Gracias por vuestra disponibilidad de servir en el altar del
Señor, haciendo de este servicio una cancha de educación en la fe y en el
amor al prójimo. Gracias por haber iniciado también vosotros a responder al
Señor como el profeta Isaías: «Aquí estoy, mándame» (Is 6,8).
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