Liturgia del día
Hay que reconocer que tres
días con textos que están girando sobre una misma materia hacen más difícil el
comentario si se quiere aportar alguna nota de originalidad.
La 1ª carta de Pablo a
los fieles de Tesalónica continúa en la misma tónica que ayer: Pablo (2, 9-13) sigue
haciendo constar que su labor entre ellos no fue gravosa porque trabajó con sus
manos para ganarse la vida, y que la predicación del Evangelio tuviera toda la
libertad. Más algo más: sois testigos de mi recto proceder, les dice a los
creyentes. Y además tratamos a cada uno
personalmente como un padre, animando con tono suave o enérgico a vivir como se
merece Dios.
Por tanto Pablo se ha
certificado a sí mismo como hombre recto y también cordial hacia los suyos. A
su vez da gracias por ellos porque acogieron la palabra de Dios que predicaron,
acogida como tal palabra de Dios y no palabra de hombre.
Hay lo que hay, y
podemos comprenderlo todos, aunque habría que remitirse a un conocedor de los
estilos paulinos para confirmar el fondo de estos contenidos. Por una parte
dejan impresión de que Pablo tiene que estar afirmando ante aquellos fieles su
rectitud, algo parecido de lo que hace en la carta a los Corintios y los Gálatas, que tienen su agridulce. Por
otra parte hay afirmaciones de reconocimiento de la buena actitud de aquellos
cristianos.
Se me ocurre la
reflexión del cuidado que hay que tener en la relación con los fieles, a los
que por una parte hay que aconsejar, avisar, corregir, exhortar… A ello ha de
apoyar la sinceridad del apóstol, su rectitud y su amor de padre. Mal va el
pastor que zahiere, que regaña, que deja ver su mal humor. Y mal va el pastor
que pasa la mano y que deja de corregir. Hay que comprender lo difícil que es
ser padre y maestro, acogedor y corrector, verdadero y condescendiente sin que
uno de los extremos se imponga al otro.
Pero esto lleva su
contrapartida real en los fieles, que deben tener esa doble faceta de hijos que
necesitan cariño y corrección, de personas maduras que han de comprender que se
equivocan a veces, y la también necesidad de que no sean fieles de mantequilla
a los que no se les puede tocar, a los que hay que llegar con gasas…, o que no
se dejan ni siquiera ayudar y corregir. Confieso que la sensibilidad de
nuestros fieles es frecuentemente de personas intocables, por ese sentido –no
del todo correcto- de que la libertad de la práctica cristiana presupone que no
se les debe ni advertir. Error evidente porque en toda forma de vida, oficio,
proceder…, siempre será útil que haya quienes puedan colaborar a un mejor modo de
vivir aquello que se ha profesado.
Jesucristo trató con
toda clase de personas: unas que en su sencillez aceptaron las llamadas y
advertencias; otros como los mismos apóstoles a los que tuvo que dirigirse a
veces con crudeza, y otras muchas con enseñanza de Maestro. Otras hubo que no
quisieron aprender nada. Mt 23, 27-32 es una buena prueba de que ante el
error repetido y recalcitrante no caben
dulzuras. Que hay que entrar con la fuerza y la autoridad que contrarreste la
falsedad de posturas engreídas. Y así Jesús llama a los fariseos sepulcros blanqueados, muy blancos por fuera
y con gusaneras por dentro. Gusaneras que no tienen que ser maldades; basta
que sean engreimientos, falsas suficiencias, posturas que no se dejan ayudar o
corregir. La apariencia puede ser de gentes muy espirituales, pero intocables.
Leer este evangelio es encontrarse ante un examen hondo que nos hace Jesús para
que nos distanciemos mucho de tales posturas que por fuera parecen de personas
justas, y por dentro, hipocresías. Esa hipocresía que levanta túmulos a los
profetas antiguos pero no aceptan al Profeta actual, el que ahora está ahí para
poner delante la Palabra de Dios, y –como el propio Pablo dice en otro lugar-
con ella enseñar y corregir a tiempo y a destiempo (si es que fuera posible -esto
lo añado yo-) corregir, exhortar o enseñar a
destiempo con la palabra de Dios).
Sea el SALMO de hoy
una ayuda grande para concluir esta reflexión: Señor, tú me sondeas y me conoces; me conoces cuando me siento y cuando
me levanto. Sea esa seguridad de la penetrante mirada de Dios, recta y en
su exacta realidad, la que nos ayude a ser muy sinceros al mirarnos a nosotros
mismos, y al aceptar las posibles correcciones o avisos que nos pueden llegar desde
fuera.
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