04 de febrero de 2015 (Zenit.org) - Queridos hermanos y hermanas,
hoy quisiera desarrollar la segunda parte de la reflexión sobre la
figura del padre en la familia. La semana pasada hablé del peligro de los
padres “ausentes”, hoy quiero mirar más bien al aspecto positivo. También san
José tuvo la tentación de dejar a María, cuando descubrió que estaba
embarazada; pero intervino el ángel del Señor que le reveló el diseño de Dios y
su misión de padre putativo; y José, hombre justo, “tomó consigo a su esposa” y
se convirtió en el padre de la familia de Nazaret.
Toda familia necesita al padre. Hoy nos detenemos sobre el valor
de este rol, y quisiera iniciar por algunas expresiones que se encuentran en el
Libro de los Proverbios, palabras que un padre dirige al propio hijo y dice
así: “Hijo mío, si tu corazón es sabio, también se alegrará mi corazón:
mis entrañas se regocijarán, cuando tus labios hablen con
rectitud”. No se podría expresar mejor el orgullo y la conmoción de un padre
que reconoce haber transmitido al hijo lo que cuenta de verdad en la vida, o
sea, un corazón sabio. Este padre no dice: “Estoy orgulloso de ti porque eres
igual a mí, porque repites las cosas que digo y que hago”. No, no dice eso. Le
dice algo más importante, que podríamos interpretar así: “Estaré feliz cada vez
que te vea actuar son sabiduría, y estaré conmovido cada vez que te escuche
hablar con rectitud. Esto es lo que he querido dejarte, para que se convirtiera
en una cosa tuya: la costumbre de escuchar y actuar, de hablar y juzgar con
sabiduría y rectitud. Y para que tu pudieras ser así, te he enseñado cosas que
no sabías, he corregido errores que no veías. Te he hecho sentir un afecto
profundo y a la vez discreto, que quizá no has reconocido plenamente cuanto
eras joven e incierto. Te ha dado un testimonio de rigor y de firmeza que quizá
no entendías, cuando hubieras querido solamente complicidad y protección. Yo
mismo he tenido que, en primer lugar, ponerme a prueba de la sabiduría del
corazón, y vigilar en los excesos del sentimiento y del resentimiento, para llevar
el peso de las inevitables comprensiones y encontrar las palabras justas para
hacerme entender. Ahora, continúa el padre, cuando veo que tú tratas de ser así
con tus hijos, y con todos, me conmuevo. Soy feliz de ser tu padre”. Y así, es
lo que dice un padre sabio, un padre maduro.
Un padre sabe bien cuánto cuesta transmitir esta herencia: cuánta
cercanía, cuánta dulzura y cuánta firmeza. Pero, ¡qué consolación y que
recompensa se recibe, cuando los hijos rinden honor a esta herencia! Es una
alegría que rescata cualquier fatiga, que supera cualquier incomprensión y sana
cualquier herida.
La primera necesidad, por tanto, es precisamente esta: que el
padre esté presente en la familia. Que esté cerca de la mujer, para compartir
todo, alegría y dolores, fatigas y esperanzas. Y que esté cerca de los hijos en
su crecimiento: cuando juegan y cuando se comprometen, cuando están preocupados
y cuando están angustiados, cuando se expresan y cuando están callados, cuando
osan y cuando tienen miedo, cuando dan un paso erróneo y cuando encuentran de
nuevo el camino. Padre presente, siempre. Pero decir presente no es lo mismo
que decir controlador. Porque los padres demasiados controladores anulan a los
hijos, no les dejan crecer.
El Evangelio nos habla del ejemplo del Padre que está en los
cielos --el único, dice Jesus, que pude ser llamado verdaderamente “Padre
bueno”. Todos conocen esa extraordinaria parábola llamada del “hijo pródigo”
o mejor “padre misericordioso” que se encuentra en el Evangelio de
Lucas, en el capítulo quince. ¡Cuánta dignidad y cuánta ternura en la espera de
ese padre que está en la puerta de casa esperando que el hijo vuelva! Los
padres deben ser pacientes. Muchas veces no hay otra cosa que hacer que
esperar. Rezar y esperar con paciencia, dulzura, generosidad y misericordia.
Un buen padre sabe esperar y sabe perdonar, desde lo profundo del
corazón. Cierto, sabe también corregir con firmeza: no es un padre débil,
sumiso, sentimentale. El padre que sabe corregir sin degradarse es el mismo que
sabe proteger sin descanso. Una vez escuché en una reunión de un matrimonio
decir a un padre, ‘yo algunas veces debo pegar un poco a los hijos, pero nunca
en la cara, para no degradarlo’ ¡Que bonito! Tiene sentido de la dignidad. Debe
castigar, lo hace justo y va adelante.
Si por tanto hay alguno que puede explicar hasta el fondo la
oración de “Padre nuestro”, enseñada por Jesús, estos son precisamente quienes
viven en primera persona la paternidad. Sin la gracia que viene del Padre que
está en los cielos, los padres pierden valentía y abandonan el campo. Pero los
hijos necesitan encontrar un padre que les espera cuando vuelven de sus
fracasos. Harán de todo para no admitirlo, para no mostrarlo, pero lo
necesitan: y el no encontrarlo abre en ellos heridas difíciles de sanar.
La Iglesia, nuestra madre, está comprometida con apoyar con todas
sus fuerzas la presencia buena y generosa de los padres en las familias, porque
ellos son para las nuevas generaciones cuidadores y mediadores insustituibles
de la fe en la bondad, en la fe y en la justicia y en la protección de Dios,
como san José.
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