LITURGIA
La llamada a la alegría que se abría ayer en la
liturgia del 4º domingo de Cuaresma, se continúa hoy en la 1ª lectura
(Is.65,17-21) con promesas de Dios que llenan el alma. Por lo pronto, del
pasado no queda nada, porque Dios hace nuevas todas las cosas. [Pienso en esas
personas que andan angustiadas por el pasado, que si tomaran en serio la
Palabra de Dios, tendrían que concluir que ese pasado ya no existe (“del pasado no habrá recuerdo”)]. Lo que
habrá ahora es gozo y alegría perpetua
por lo que voy a crear. Mirad: voy a transformar a Jerusalén en alegría y su
pueblo en gozo. Y lo va concretando en
hechos de lo que allí va a darse en adelante. [Mirada típica cristiana es la
que mira hacia adelante con la ilusión de construir algo nuevo, sin perderse en
un pasado que ya pasó].
En Cafarnaúm –Jn.4,43-54-
Jesús es bien recibido al saber todo lo que Jesús había hecho en
Jerusalén, durante la fiesta.
En medio de la alegría del pueblo, un caso doloroso vienen
a presentarle a Jesús: el hijo de un funcionario real está muy grave y a punto
de muerte. Oyendo que Jesús ha regresado de Judea, el funcionario viene a
suplicarle a Jesús que baje a su casa para que cure a su hijo. Y le insiste: Señor, baja ante de que muera mi hijo.
Jesús lo expresó de palabra. No fue a la casa.
Sencillamente dijo: Anda, tu hijo está
curado. Y el oficial creyó en la palabra de Jesús, y emprendió el camino
hacia su casa. Y comprobó que la curación del hijo se produjo exactamente a la
hora en que Jesús le había dicho que su hijo estaba curado.
[Oremos en la flagelación: QUIÉN ES ESTE.pg121]
Me he
detenido en lo que pudiéramos decir “la historia de la flagelación”. Pero
quedaría mal sentida la Pasión si no detuviéramos la atención en plano de
oración. San Ignacio quiere que la vivamos experimentando nosotros el
dolor de Cristo, el quebranto de Cristo, la pena interna por todo lo que Cristo
penó por mí. Así en singular, viviendo en primera persona aquellos
enormes tormentos que padeció Jesús. Como aquel niño de la catequesis de San
Manuel González que al preguntarle qué hubiera hecho él en aquel momento,
respondió que hubiera apagado la luz y se hubiera puesto delante para que los
golpes se los dieran a él y no a Jesús.
Por
ello vivamos el momento. Cuando, acabado aquello, soltaron la sujeción de las
manos, Jesús cayó al suelo como un fardo, en el charco de su propia sangre. Los
verdugos han acabado su trabajo; ya están acostumbrados a todo eso, y se
retiran, dejando así a Jesús.
Yo no
puedo acostumbrarme a dejar a Jesús en esas condiciones. Quiero sentirme metido
tan en Él y en su padecer, que pienso que es mi hora de acercarme hasta su
cuerpo inerte. Que al fin y al cabo, así está por todo lo que es maldad,
pasión, pecado. Y ahí, en eso, estoy directamente
yo. Claro: acercarme a Jesús ahora mismo lleva dos momentos que yo desearía
evitar, aunque no me será posible: uno, que tengo que entrar pisando su propia
sangre, salpicada en todas direcciones. [No me resulta nuevo eso de “pisar la
sangre de Jesús”…]. Y que a la hora de
querer ayudarle, ¿cómo toco aquel cuerpo llagado tan terriblemente, sin
reproducirle dolores insoportables?
Tendré
que empezar por intentar llevarle un poco de agua. Ha perdido mucha sangre y
debe tener una sed ardiente, la boca seca por el dolor soportado. Es lo mínimo
que puedo hacer para calmarle su sufrimiento.
Y que me enseñó Él que no queda sin recompensa. Luego, si Jesús va recuperándose algo, más
que yo cogerlo, intentar ofrecerle mi brazo, mis fuerzas, para que Él mismo se
apoye. Y aun así no podré evitar rozar sus llagas… Quiero ayudarle a arrastrar
sus pies, sin fuerzas, hasta un banco de piedra junto a la pared. Cubrirle su cuerpo desnudo, aunque bien
comprendo que eso es renovarle dolor. Pero comprendo que Jesús soporta ese
dolor nuevo en aras de un pudor que para Él es tan sagrado. Tiene el cuerpo ardiendo de fiebre por el
traumatismo sufrido, y está tiritando.
Y
mientras estoy allí con Él, acercándole sorbos de agua, no puedo menos que
mirar lo que padece Jesús en su cuerpo físico, y cambiar la mirada a mi
búsqueda constante de comodidad, gusto, sensualidad que agrade los
sentidos… ¡Y que sea sólo eso…! Y ahora comprendo por qué los grandes
primeros Santos Padres de la Iglesia, identificaron este castigo con el pecado
del placer carnal que nosotros tan instintivamente buscamos…
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