LITURGIA
Otro evangelio con un dramatismo profundo. (Jn13,21-33.36-38).
Es una escena en continuo movimiento y en enorme tensión. Primero por el
anuncio de Jesús a sus discípulos: uno de
vosotros me va a entregar, lo que siembra una enorme incertidumbre en el
grupo de los Doce.
Luego se centra el personaje, pero de forma anónima, en
aquel discípulo a quien Jesús le da un trozo de pan mojado en la salsa. Y
Judas, que es el individuo, se pone tan nervioso que Jesús le da la salida
airosa: Judas, lo que has de hacer, hazlo
pronto. Nadie se enteró de lo que Jesús quería decir. Pero Judas sí lo
sabía muy bien y tras el bocado entró en
él Satanás. Y salió llevado de los demonios, con el corazón negro como la
tizne: era de noche, apostrofa el
evangelista, que va mucho más allá que la noche cronológica.
Pedro quiere mostrarse fiel y asegura que daré mi vida por ti, a lo que Jesús
tiene que contestar doloridamente que antes
que el gallo cante esa noche dos veces, me habrás negado tres. Es claro que
no es un evangelio para oír sino para detenerse mucho sobre él.
La 1ª lectura (Is.49,1-6) insiste, como ayer, en la
dignidad del Siervo de Yavhé, figura del Mesías, al que Dios lleva en sus
palmas, y lo hace luz de las naciones.
[SINOPSIS, 331-334; QUIÉN
ES ESTE; pgs. 150-153]
Cuando tomó el
vinagre, dijo: Está cumplido (Jn,19.46). Era una profecía. Y como en tantos
casos, los relatos de la Pasión, acogen lo profetizado y lo trasladan a la
realidad. Jesús tomó el vinagre, como ya decía yo ayer, frente a las otras afirmaciones
de que “no lo bebió”, sino que acercó sus labios en signo de agradecimiento al
soldado que había tenido con él el gesto de humanidad.
“Está cumplido”
es mucho más que haber cumplido la profecía aquella. Lo que Jesús realmente
afirma es que su vida ha sido el pleno cumplimiento de la voluntad de Dios. Es
como una mirada a lo lejos y recoger la historia desde Belén, Nazaret, su vida
pública con sus hechos y su predicación, y sentir la satisfacción de que ha
realizado todo cuanto tenía que hacer como el Mesías de Dios. Ha culminado con
esta Pasión extrema a la que le ha sometido el odio y envidias y cobardías de
unos y otros, y no ha echado un paso atrás. Siendo
él de condición divina, no retuvo ávidamente permanecer en su ser igual a Dios,
sino que se vació y se hizo un hombre cualquiera, llegando a la muerte y muerte
de cruz. Realmente ha quedado todo cumplido sin que falte nada. La voluntad
salvadora de Dios, que quiso la redención del mundo, se ha verificado
plenamente en Jesús. Dijo, al entrar en el mundo: estás harto de sacrificios y holocaustos que se ofrecen según la ley;
pero me has dado un cuerpo y te digo: Aquí estoy, Padre, para hacer tu
voluntad. Y la hizo hasta el último detalle.
Y una vez “todo cumplido”, ya no queda más que esperar. Sólo
que Jesús, que es el Señor de la vida y de la muerte, no se apaga como una
candela, sino que deja constancia de su poder (y por tanto de su muerte
voluntaria), dando una gran voz,
impensable en un crucificado que muere por consunción y sin tener apenas fuerzas
ni aire. Pero Jesús da la gran voz que nos recoge Lc.23,46, y él deposita su
alma en las manos del Padre: Padre, en
tus manos entrego mi espíritu. Él lo
entrega. Él es Señor y dueño. Y una vez que ha decidido el instante de su
muerte, inclinando la cabeza, expiró.
(Jn.19,30).
Si pudiéramos penetrar lo infinito y ver ese momento en el
Cielo, encontraríamos a los millones de ángeles estremecidos ante la muerte de
su Señor. ¿Y cuál sería la mirada del Padre sobre el Hijo que acababa de
expirar en la tierra? Son momentos sublimes de muy difícil imaginación, pero
que en el fondo del corazón de cada persona son “imaginables” a partir del
sentimiento humano que nosotros experimentamos ante este momento misterioso de
la muerte de Jesús, la muerte del Hijo de Dios.
La naturaleza se conmovió: se oscureció toda la tierra a las 3 de la tarde porque se eclipsó el
sol. Dios tenía su manera de expresar su dolor, y fue la naturaleza la que
lo expresó, con el sol que se oculta en pleno mediodía.
Y para las vivencias más profundas, que expresaban el final
de una era, la ley judía, el velo del templo, que ocultaba lo más sacrosanto de
aquella ley, se rasgó por medio, dejando a la vista el secreto del Sancta
Sanctorum. La muerte de Cristo daba lugar a una nueva era, una nueva Ley. La
antigua, había acabado.
Los muertos salieron de sus sepulcros y se aparecieron a
muchos. (Mt.27,51-53). Eran las formas de expresar Dios sus sentimientos ante
la muerte de su Hijo.
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