LITURGIA
Hoy ya vamos abiertamente a preparar la Pasión
de Jesús. La 1ª lectura es una profecía (Is.42,1-7) de la elección amorosa que
Dios hace del Mesías prometido. Leamos el texto en toda su fuerza: Así dice el Señor: «Mirad a mi siervo, a quien sostengo; mi elegido, en quien me
complazco. He puesto mi espíritu sobre él, manifestará la justicia a las
naciones. No gritará, no clamará, no voceará por las calles. La caña cascada no
la quebrará, la mecha vacilante no la apagará. Manifestará la justicia con
verdad. No vacilará ni se quebrará, hasta implantar la justicia en el país. En
su ley esperan las islas.
«Yo, el
Señor, te he llamado en mi justicia, te cogí de la mano, te formé e hice de ti
alianza de un pueblo y luz de las naciones, para que abras los ojos de los
ciegos, saques a los cautivos de la cárcel, de la prisión a los que habitan en
tinieblas».
El evangelio (Jn.12,1-11) es momento
decisivo para la condena de Jesús. Jesús ha defendido a María, la hermana de
Lázaro, frente a la queja y sugerencia de Judas: Se podía haber vendido ese perfume y dar su dinero a los pobres.
Juan explicita que a Judas no le importaban los pobres sino que del dinero que
iba a la bolsa común, se llevaba lo que quería. Judas se queda herido por la
advertencia de Jesús y es el momento detonante que le lleva a entregar al
Maestro.
Se une a ello el recelo hondo de los
judíos y sus dirigentes sobre la atracción que ejerce Jesús y que la gente se
va tras él. Por eso deciden ya matarlo y matar a Lázaro (que era un testigo
vivo de la acción de Jesús).
[SINÓPSIS 330; QUIÉN ES ESTE, pgs. 147-149]
Los soldados se quedaron en la idea de
que Jesús llamaba a Elías. Luego siguió un espacio largo de tiempo en que lo
único que se escuchaba era el jadear de Jesús, al que le faltaba el oxígeno y
no tenía más solución que apoyarse en sus pies o brazos atravesados por los
clavos y poder levantar un poco el pecho para respirar. Pequeñas respiraciones
porque el dolor le hacía desistir de esa operación. Y así una y otra vez.
Pasaba el tiempo y al pie de la cruz se vivía aquel silencio con angustia por
el pequeño grupo de los deudos, que no sabían si alguna de aquellas era la
última respiración.
Pasó ese tiempo y volvió Jesús a
manifestarse. Jesús expresó su enorme tormento de la boca seca, hecha una tea.
Con la sangre perdida, con la fiebre muy alta, con todo el dolor de sus llagas
resecas al viento, Jesús musitó aquella sensación espantosa que estaba
sufriendo, y con un hilito de voz, dijo: Tengo sed.
Uno de aquellos soldados se levantó, tomó
una caña, le aplicó una esponja que empapó en vinagre y se la acercó a los
labios. Otros soldados le dijeron al compañero que dejara aquello, a ver si
venía Elías a salvarlo. Todavía estaban en aquella inhumanidad de ver sufrir y
quedarse en lo meramente anecdótico. (Mc.15,36)
La acción del soldado que le acercó el
vinagre a los labios debe tomarse como una acción caritativa. Primero, porque
respondía a la angustia del crucificado el hacerle llevar a los labios un poco
de bebida. Y segundo porque lo más seguro era que aquel vinagre estaba allí
como una bebida refrescante y en cierta forma, analgésica. No hay otra razón
para tener vinagre en lo alto del Calvario y en la operación de crucificar.
Hay autores que consideran este gesto
como parte de la inhumanidad de todo el conjunto. Yo prefiero verlo en la otra
vertiente, y ver que hay un hombre, siquiera uno, que tiene un gesto de
compasión. Y la prueba es que Jesús bebió porque aquello le mitigaba algo su
tormento general. Hay códices que en su afán de presentar el tema más en su
extremo, dicen que Jesús acercó los labios pero no bebió. No quería atemperar
ni en ese detalle el sufrimiento que pasaba por nosotros. Vuelvo a decir que a
mí me dice más la acción tan humana de deber lo que pudo de aquella esponja,
cuando su boca estaba tremendamente reseca.
Más allá del hecho humano, hay una
lectura espiritual de este momento: La sed del crucificado no es sólo la sed
material. La sed ardiente es la de ver a un mundo que vive alejado del gran
misterio de amor y de redención. Millares de almas que no acercan a los labios
del crucificado ni un mínimo detalle de conversión. Una sed que se prologa en
la vida de Jesús desde el pozo de Jacob, en que pidió de beber a la samaritana,
y que aún no le ha llevado el cántaro a la boca. Jesús padece la sed terrible
de tantas almas para quienes se pierden los efectos de su sangre derramada para
la salvación del mundo.
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